martes, 16 de febrero de 2016

La chica de ayer (Ignacio Mercero, 2009): relato de la Transición


Decía uno de los inquisidores macarthistas en la espléndida y necesaria Trumbo (Jay Roach, 2015), que “el cine es la es la influencia más poderosa que se haya creado”. Que Bryan Cranston levantara el Oscar en la tribuna ante la atenta mirada de los peces gordos de Hollywood sería una especie de auto-parodia interesante. En cualquier caso, y deseándole suerte, por mucho que nos guste DiCaprio, de Trumbo solo recogemos la anterior cita.

El cine es, efectivamente, la herramienta más poderosa para crear relatos. En España se conoce el acontecimiento histórico más importante de los últimos 100 años, la Guerra Civil, a través del cine. Un cine que, con alguna honrosa excepción, construyó el relato de que la guerra fue una barbaridad entre hermanos cometida por el exceso de dos bandos enloquecidos. Para muestra La mula (Michael Radford, 2013) con Mario Casas de nacional.

El segundo acontecimiento más importante de los últimos 50 años, la Transición, ha sido narrada a través de series y biopics. El relato, sobre el que se asienta La chica de ayer (Iñaki Mercero, 2009), es grosso modo el siguiente: por fin los españoles se pusieron de acuerdo en un alarde de generosidad dejando atrás rencillas del pasado, siendo capaces, todos, de hacer sacrificios en aras de un pacto modélico de convivencia con vistas al futuro.

La chica de ayer, remake de la británica Life on mars, constó de ocho capítulos que se emitieron en Antena 3 en prime time con más de dos millones de espectadores. Samuel Santos, el Inspector Jefe de Policía, principal protagonista representado por Ernesto Alterio, tiene un accidente y se despierta en 1977. Allí convive con las viejas formas de la policía retratadas especialmente en el rudo Inspector Jefe Joaquín Gallardo, mientras intenta entender qué ha pasado para volver a su vida real. La trama podría haber dado mucho más de sí, se podría haber utilizado el contexto más potente para el género negro y policiaco a lo Pepe CarvalhoToni Romano o Inspector Méndez, pero se cae en la comedia constante sin ningún tipo de tensión o intriga. Supongo que esta sería la intención principal de los creadores.

Aun con todo, a pesar de la simpleza tanto de la trama y su desarrollo como de los protagonistas, la serie nos deja algunos elementos del relato de la Transición. En uno de los capítulos se utiliza la lucha sindical de unos trabajadores que van a ser despedidos como pretexto del asesinato de un capataz de la fábrica. Samuel Santos, que viene del futuro democrático, es el más comprensivo con los sindicalistas, y en un tono paternalista les dice: “Hay que luchar, pero hay que seguir las normas”. El relato hegemónico que tapa el conflicto (en este caso la lucha de clases en su forma más evidente) vuele a aflorar en una especie de paradoja espacio-temporal: si hay un futuro democrático es porque hubo un pasado de lucha, por lo que la apelación a las leyes franquistas por parte del Inspector que viene de ese futuro democrático, no deja de ser curiosa.

La serie en sí es una constante pugna entre las visiones antigua moderna de la policía, es decir entre la policía franquista y la democrática. Entre el método de Santos y el de Gallardo. Cabría esperar un desenlace en que una parte convence a la otra, a priori la democrática. No obstante, esto no parece tan claro. En el capítulo que intenta rememorar –sin éxito– a los quinquis de Eloy de la Iglesia, pierde Samuel Santos: el quinqui reincide y acaba imponiéndose la mano dura de Gallardo frente al idealismo ineficiente de quien cree en la reinserción. Aunque Gallardo da algún síntoma de avance gracias a la influencia de Santos, es éste quien acaba asumiendo el viejo método: la falsificación de pruebas. Y lo hace como mal necesario, por un fin estrictamente personal y que él cree noble. Las leyes son inexpugnables, pero a veces hay que saltárselas… Salvo si eres sindicalista.

Mariano Sánchez Soler estima en La transición sangrienta (Península, 2010), que fueron asesinadas 600 personas en el modélico proceso desde 1975 y 1983. En la serie se recoge un episodio interesante en que los matones de la extrema derecha apalean a jóvenes gais. Hay un muerto… Pero de nuevo se desaprovecha un contexto idóneo para una buena trama y se patina sobre lo superficial, en este caso una relación sentimental. La serie parece decir: se cometían excesos y barbaridades, cierto, pero a pesar de todo el sistema funcionaba. Tanto es así que al jefe de los jóvenes falangistas, ex policía, lo expulsan de la comisaría ¡por saltarse las reglas! Si en las comisarías franquistas se torturaba tanto que a veces incluso saltabas por la ventana como Enrique Ruano, ¿qué haría para que lo expulsaran? ¿O quizás es que no se torturaba tanto y el que se pasaba era expulsado?

En resumen, La chica de ayer se queda en una comedia con algún tinte dramático e ínfulas históricas. Se pierde en la trama y en un contexto que no sabe manejar. Sirve para pasar el rato, si no le pides explicaciones. Antonio Garrido, que mejora algo en La playa de los ahogados (Gerardo Herrero, 2015) con un papel parecido, no da la talla como tipo duro; Ernesto Alterio a lo suyo.

viernes, 5 de febrero de 2016

¿Por qué Alberto Garzón es el líder más valorado pero el menos votado?


"Los dioses perciben el futuro, los hombres el presente y los sabios lo que se avecina"

Alberto Garzón es un digno heredero de Julio Anguita. No solo por su concepción de la política y su trayectoria coherente, apoyada en el ejemplo diario y en la reconciliación sacristaniana entre lo que se dice y lo que se hace. El joven Garzón también ha heredado el mal de Casandra en la mitología griega: tiene capacidad para adivinar el futuro, es decir las consecuencias desastrosas de determinadas políticas, pero nadie le cree (y si le creen no le hacen caso). Cuando Anguita decía que el Tratado de Maastricht acabaría malvendiendo la soberanía de España a los bancos alemanes, era un loco, un lunático o incluso un ser de otra galaxia, en palabras de Felipe González. Esto convirtió a Anguita en el líder mejor valorado en su época por parte de personas de distintas afinidades ideológicas, sin que ello se tradujera precisamente en una avalancha de votos; hoy nadie duda de que seguiría siendo el líder más valorado entre los políticos en activo y retirados. El CIS, que depende del Ministerio de Presidencia, nos dice que Garzón es el líder mejor valorado en España, tras una campaña reciente apoyada en un “discurso profético” sin trucos, unos resultados electorales malos y una situación muy delicada de su partido que, no olvidemos, ni siquiera dirige.

Llegados a este punto, cabe hacerse la gran pregunta: ¿cómo puede ser que, siendo el mejor valorado, es decir “el mejor” a ojos de los españoles, sea el menos votado de los cinco? La respuesta requeriría un profundo análisis sobre el comportamiento político y electoral, pero podemos dar algunos brochazos grosso modo

Lo primero que debemos saber es que una parte importante de las decisiones las tomamos de manera irracional, a pesar de nuestro eterno empeño en racionalizar nuestros actos. La emocionalidad, estrechamente ligada a eso que llaman instinto, influye en ocasiones de manera determinante. A veces pasa que te enamoras de quien supuestamente no es mejor pareja o podría hacerte a priori más feliz o tu vida más llevadera. Del mismo modo, no votas al líder que al menos en principio es más honesto, más preparado o mirará más por tus intereses. La emocionalidad (el miedo a los bolivarianos o la ilusión por el cambio) no es un invento del llamado populismo, sino que es algo tan viejo como al menos Aristóteles y su phatos. La americanización de la política y la hegemonía del enfoque estratégico sobre el temático en los medios de comunicación, tan solo le dan un punto más de importancia. No importan los programas o las propuestas, sino las riñas estrictamente electoralistas entre los candidatos en liza, cuyas cualidades -la puesta en escena- son el verdadero “programa”. En términos político-electorales, la elaboración colectiva de un programa serio de gobierno, la preparación y la trayectoria de tu candidato, se los merienda otro en un minuto en El Hormiguero. El clásico debate de 1960: para los que lo oyeron en la radio, ganó Nixon, para quienes lo vieron en la TV, ganó Kennedy gracias a su telegenia y su bronceado. A partir de ahí cambió todo.

A este escenario político-mediático-electoral exportado en las últimas décadas desde EE. UU. en que la toma de decisiones se hace desde un plano superficial, por decirlo así, hay que añadir otros factores. Las estrategias de comunicación y de campaña electoral, que miden desde los colores de las camisas hasta las metáforas utilizadas en los discursos, sumadas a algunos factores como lo que últimamente se está llamando neuropolítica, son cuestiones importantes a la hora de entender el comportamiento electoral. Por obvio, ni hace falta hablar de la ley electoral y sus innumerables efectos como el mal llamado “voto útil” ("yo votaría a Garzón, pero votarlo es tirar el voto porque no va a ganar"). No obstante, no podemos olvidar lo que seguirá siendo el núcleo central de lo político-electoral: la ideología. Se dice, y no es del todo falso, que se han perdido los grandes anclajes (pertenencia a una clase social, arraigo ideológico, etc.) que antes determinaban el voto, en aras de una desideologización de los partidos convertidos en aparatos “atrapalotodo” que se dirigen a una masa social amorfa cuya centralidad es la llamada “clase media”. De nuevo, las grandes cuestiones han sido sustituidas por cuestiones superficiales que sean capaces de atraer a un electorado volátil. La posmodernidad mató los grandes relatos, la metanarrativa, e impuso el pensamiento único: como mucho podemos cuestionar la salsa con la que seremos comidos.

Sin ser falso, este análisis es incompleto. En un contexto de supuesta desideologización (“todos son iguales”, “ya no creo en nada”, “yo voto al que mire por lo mío”), la ideología en su sentido profundo juega un papel determinante. Lo que sigue definiendo a una sociedad son sus relaciones económicas, sus relaciones de producción, lo que podríamos llamar su estructura. Sobre esta estructura se erige la superestructura como el conjunto de instituciones y aparatos ideológicos hechos a medida de la primera. El cemento que une ambas, que le da sentido, es la ideología, que es siempre la ideología de la clase económicamente dominante. Los seres humanos somos seres sociales, y por muy especiales que nos creamos, por mucha personalidad que creamos tener, no dejamos de ser el resultado de un proceso de socialización desde que nacemos hasta que morimos: familia, amigos, profesores, televisión, prensa, cine, etc. Todo está impregnado de ideología, especialmente aquello que parece neutro. No existe persona con más ideología que la que afirma no tener ninguna o que todas son un lastre. No solo a Garzón, sino al mundo, lo miramos con unas gafas empañadas de ideología.

El equipo de Garzón no solo juega en contra del escenario americanizado de la política donde impera el enfoque estratégico y su enfoque temático (programa, programa, programa) no pinta absolutamente nada, bien porque no tenga capacidad para manejarse en ese terreno o bien porque no admita plegarse a él; el equipo de Garzón también juega en contra de todo un sistema enorme que no es solo económico, sino social y, en última instancia, ideológico.

Para resumir, podríamos enumerar algunos factores que nos ayudan a responder la gran pregunta: la irracionalidad-emocionalidad a la hora de tomar decisiones electorales, la americanización de la política, el enfoque estratégico, los efectos perversos de la ley electoral o el tratarse de una lucha ideológica, la más cruenta de todas, son algunos. Todos ellos, unos genéricos y otros íntimamente ligados con las particularidades del sistema político español, están englobados en el marco de la desaparición del socialismo en el imaginario colectivo de las clases populares. Casi nada.

Otro día hablaremos, con la misma facilidad, de los errores y las limitaciones que viene arrastrando lo que debió ser un movimiento político y social y acabó convirtiéndose en un mal partido, estratégicamente desnortado, es decir con unos males que van más allá de lo electoral. Todo lo anteriormente dicho no es excusa para eludir la torpeza de un núcleo dirigente incapaz de leer el nuevo ciclo que abría el 15M y que acabaría dirigiendo Podemos, con IU mejor que los muertos pero peor que los vivos, al menos de momento.

jueves, 14 de enero de 2016

Sufragistas (Sarah Gavron, 2015): lo dieron todo


Sufragistas es un espejo que nos escupe la cruda realidad a la cara. Cuando una película huye de la sutileza y la metáfora es tachada de «propaganda», la palabra maldita y el recurso de quienes no entienden –o admiten– que, en efecto, todo cine es propagandístico, especialmente aquél que aparenta neutralidad u objetividad. Lo dijo Federico Luppi en Lugares comunes: objetivos son los objetos. Sufragistas no engaña a nadie, ni lo pretende. Por eso resulta ridículo leer críticas que piden datos o argumentos. Desde la adaptación de Benito Zambrano de La voz dormida no se habían leído semejantes acusaciones de maniqueísmo.

Hablamos de una película necesaria que narra una historia no muy lejana en la avanzada democracia inglesa donde las mujeres no podían votar hace tan solo 100 años. Pero la película no se limita a mostrar una situación de injusticia como es la doble explotación de la mujer, por clase y género, sino algo más profundo. Nos muestra la diferencia, a veces antagónica, entre legalidad y legitimidad. De esa pugna, con la desobediencia civil como vehículo, ha dependido el progreso de la sociedad en un sentido igualitario.

El hilo conductor de la historia es Maud, el personaje representado por una Carey Mulligan en estado de gracia, como símbolo de la evolución de un grupo de mujeres conscientes de que los derechos no se regalan, se conquistan. Tras darse de bruces varias veces con la legalidad, las sufragistas deciden dar un paso más e iniciar acciones de desobediencia civil para, primero, conseguir repercusión y, segundo, presionar a sus señorías. Se organizan bajo las órdenes de Pankhurst, protagonizada por una Meryl Streep que lo mismo te hace de dama de hierro que de líder revolucionaria.

El antihéroe, el verdadero malo de la película, es el inspector Arthur Steed (Brendan Gleeson). La Ley. Uno de los responsables de subir la calidad de la película, tanto por su actuación como por la importancia de su papel. Es lo contrario al patrón de la fábrica (abusador, maleducado y, en resumen, un tipo fácilmente catalogable como repugnante), es una persona educada y respetuosa cuyo único delito es hacer cumplir de manera escrupulosa la ley. Sin él la película no tendría sentido. Volvemos al principio: Sufragistas nos dice que a veces las leyes no son justas y, si no hay otro remedio, hay que incumplirlas porque lo que todo el mundo quiere, dicen, son leyes que nos respeten para que las podamos respetar a ellas. El inspector nos muestra que la explotación, la injusticia, no es solo una cuestión de abusos o excesos, sino que es estructural; aunque el patrón de la fábrica fuera simpático, las mujeres seguirían trabajando más, en peores condiciones y cobrando menos que los hombres.

Dieron todo lo que tenían por los demás. Es una historia de lucha y sacrificio. Perder el trabajo, la familia o la reputación social fueron daños colaterales que estuvieron dispuestas a asumir. El emotivo final, con heroína tapada, la guinda. Es siempre la gente anónima, la que no necesita destacar, la que no busca un cargo o reconocimiento, la que lo da todo. La sal de la tierra. Difícil no emocionarse con el final... E indignarse.

En resumen, Sarah Gavron y Abi Morgan (Emmy al mejor guion por la serie The hour) consiguen una película socialmente necesaria, técnicamente notable y magistralmente emotiva.

Nota: 8/10

martes, 17 de noviembre de 2015

La cortina de humo (o la construcción de un relato)



Hoy nadie duda de que la política haya cambiado en los últimos tiempos. Ese cambio, que abarca prácticamente todos sus ámbitos (participación, comunicación…), acepta matices tanto de profundidad como de contenido y forma, pero es una tendencia incuestionable en todas las democracias liberales-representativas. La cortina de humo (Barry Levinson, 1997) nos sirve de ejemplo paradigmático para ceñirnos al ámbito de la comunicación.

La comunicación política, hasta entonces de masas, respondía a un modelo político de inclusión de éstas, de grandes partidos con grandes cleavages definidos en los que las ideologías, los programas transformadores y los proyectos no eran antiguallas, sino la razón de ser de dichos partidos. Esto empezó a cambiar en Estados Unidos a partir de la década de los cincuenta cuando los publicistas empezaron a convertirse en piezas clave de las campañas electorales. Sin embargo, no sería hasta el debate de 1960 entre Kennedy y Nixon cuando todos los estrategas electorales, especialmente referidos a la comunicación, tuvieran que adaptarse a un nuevo escenario.

Para la mayoría de quienes escucharon el aclamado debate por radio, ganó Nixon. Sin embargo, para la mayoría de quienes vieron el debate por televisión, ganó Kennedy. Se puso de manifiesto empíricamente que hay un porcentaje de la comunicación (hoy existe un consenso en que se trata precisamente de un porcentaje mayoritario) que responde a lo que podríamos denominar en términos genéricos puesta en escena, en la que aspectos hasta entonces obviados como el físico (en el caso de Kennedy su sonrisa, su mirada, su bronceado, etc. Frente a un a Nixon visiblemente enfermo), la comunicación no verbal o la teatralidad se imponen a argumentos objetivos-programáticos.  Desde entonces, y especialmente con el paso del tiempo hasta llegar a nuestros días, el fin último de una campaña en general y de una estrategia de comunicación en particular, es emocionar al votante, ya que la emocionalidad es un factor más movilizador que, por ejemplo, la racionalidad. A pesar de que los seres humanos gastemos una parte importante de nuestras energías en racionalizar nuestras acciones, lo que verdaderamente nos mueve son las emociones. Ejemplos no faltan, y estudios de lo que se ha acabado llamando neuropolítica tampoco. No obstante, hay que decir esto no es nada nuevo, ya que la apelación al phatos viene, al menos, desde tiempos de la retórica aristotélica.

La cortina de humo pone encima de la mesa los elementos clave a la hora de entender la comunicación. El primer problema que se presenta es el de agenda-setting, es decir el de colocar en la agenda mediática los temas que te convienen que sean de actualidad, esto es, los temas que te beneficien o perjudiquen a tus rivales. Quien impone de qué se habla parte con ventaja, y en el caso de la película nuestro protagonista iba perdiendo ya que, para más inri, el tema central de debate era algo tan negativo como una acusación de acoso sexual. Frente a este panorama, su equipo de campaña dirigido por un número exiguo de personas, intenta retomar la iniciativa. Hay debates de los cuales no puedes salir con respuestas o argumentarios ni siquiera aunque tengas razón. Si bajas al charco de barro que te impone el adversario, has perdido de antemano. Esta es la razón principal por la que los políticos y los partidos suelen pasar de puntillas por sus casos de corrupción, lejos de entonar el mea culpa al menos de cara a la galería; los analistas expertos coinciden en que la única manera de salir indemne (o al menos vivo) de un escándalo de corrupción es hacer como si no hubiera pasado nada (y si encima puedes desviar la atención como el Gobierno, hacia Gibraltar, por el caso Bárcenas, mejor). Por lo tanto, el equipo de campaña retoma la iniciativa y piensa una cuestión de mayor calado. Para tapar un escándalo, otro escándalo más grande. Una guerra.

Salvo en escasas ocasiones de pésima gestión, un atentado, un desastre natural o un acontecimiento doloroso, eleva automáticamente la popularidad del gobernante que afronta el desafío. Si se trata de un enemigo externo, más aun, ya que radicaliza la dialéctica schimittiana de amigo/enemigo. Sin antagonismo no hay política. No olvidemos que el objetivo último, a fin de cuentas, de un político es representar los intereses generales de la nación, aunque solo sea representante de una clase social, por ejemplo. Esta hegemonía es más fácil construir cuando se tiene enfrente un enemigo perfectamente definido y dibujado: el comunismo, el terrorismo, la casta, la oligarquía o el imperialismo.

Bien para definir el enemigo o bien para diseñar una guerra, más que argumentos lógicos y racionales, hace falta la construcción de un relato, sencillo, emocional y que en definitiva sea una historia (la prueba de fuego: todas las secretarias llorando tras el ensayo del discurso del Presidente). El relato es el sustento de la comunicación (pos)moderna. El ejemplo de las armas de destrucción masiva inexistentes en Irak da prueba de ello. Frente a tamaña amenaza, solo cabe pensar con el estómago y legitimar cualquier acción frente al terror. Y que sea rápido. Si todos los medios de comunicación al unísono nos venden el relato de las armas de destrucción masiva, ¿cómo pararnos a pensar reflexivamente, primero, si eso es verdad, y segundo, si la solución es bombardear a todo un país? Somos rehenes del miedo, de la llamada doctrina del shock. En la película esto se ve perfectamente. Da igual cuál sea el país, dan igual las razones, lo importante es el relato que emocione: los detalles de la niña, de Zapato, los eslóganes, las canciones, etc. son imprescindibles. El storytelling necesita de elementos que hagan del relato algo atractivo y conmovedor, a diferencia de la clásica y fría comunicación: mitos, arquetipos, metáforas… que doten a dicho relato de sentimientos de heroicidad, identificación, leyenda, etc. Todos estos elementos los tenemos perfectamente identificados en la política. Que el verdadero guionista de la campaña sea un productor de cine es la guinda.

Quién nos iba a decir hace tan solo diez años que un tertuliano con coleta podría aspirar con posibilidades a la Presidencia de España, o que todos los candidatos se darían codazos por salir en programas como El Hormiguero. La americanización de la política española es ya un hecho incuestionable. Las áreas de participación colectiva de los programas electorales, las asambleas y los militantes pintan poco en este nuevo escenario. Lo dijo de manera profética Alfonso Guerra hace bastantes años: “prefiero un minuto en televisión que 10.000 militantes”. Pablo Iglesias años antes de pisar su primer plató ya lo tenía claro: “la gente no milita en las organizaciones políticas sino en los medios de comunicación”. Albert Rivera dijo que él, que tenía mejor facha que todos ellos también sabía jugar a esto. Luego Pedro Sánchez sacó una enorme bandera rojigualda y presentó a su mujer a lo Obama como diciendo que él era una persona normal. Los que no puedan, bien por capacidad o bien por un compromiso ideológico que choca con los intereses de los grandes capitales propietarios de todas las televisiones -sin excepción-, surfear la ola de la espectacularización lo tienen complicado. Y si no que se lo pregunten al bueno de Alberto Garzón.

martes, 27 de octubre de 2015

Historia de un eclipse (en memoria de Pruaño)



Recomendar las cuatro novelas de Los días de la gran crisis es, paradójicamente, fácil y difícil al mismo tiempo. Fácil porque no existe mayor atracción para el ávido lector de izquierdas que una conversación íntima entre González y Zapatero, Valderas y Maíllo o Iglesias y Anguita. Difícil porque eso no puede ser, claro. Es aquí donde entra la magia de Eclipse rojo y la literatura como la única mentira capaz de decir la verdad. Todo escritor es un mentiroso, y Felipe consigue engañarnos.

Eclipso rojo (así como la tetralogía en su conjunto, con la excepción voluntarista de Serpentario) es una historia de derrota y soledad. El solitario es aquel que le dice a su amada: me quedo solo, pero no me vendo. La sombra de Althusser planea en pugna con la de Egea: un comunista nunca está solo. Derrota, soledad y dignidad del que no asume los valores del vencedor. Como el revolucionario al que amenazaron con dormir en la cárcel y respondió que la pasaría entre rejas, pero lo de dormir todavía lo decidía él.

La novela no se limita a describir o contextualizar el eclipse, también nos dice que se puede salir de esa segunda clandestinidad, siempre y cuando cumplamos al menos dos condiciones sine qua non: ser radicales yendo a la raíz de los problemas e impedir que los responsables se erijan, de nuevo, en salvadores. Lo que está en juego es, ni más ni menos, que la existencia de la izquierda marxista en España. Esta vez no es el fantasma de Shelley sino el de Occhetto. Para entender esto, podemos distinguir dos realidades, la externa y la interna. Con la externa, referente al contexto en el que se enmarca el eclipse, basta con recurrir brevemente a la caja de herramientas de Gramsci, como gusta Garzón.

El 15M abrió lo que los posmodernos llaman ventana de oportunidad: la deslegitimación del régimen unida a una creciente ola de movilizaciones consiguió romper el candado del consenso, instalando en el imaginario colectivo la posibilidad de un cambio. Paralelamente, se inició un proceso de reorganización del bloque de poder, con el objetivo estratégico de una revolución pasiva controlada desde arriba, capaz de cabalgar la indignación recogiendo algunas propuestas, pero siempre llevando la iniciativa y dejando desnortada a la alternativa. Parece que Margallo tiene vocación de hombre de Estado y puede jugar un papel importante en la segunda transición que se viene: lo que se juega, en el fondo, es quién organiza los próximos 30 años. Faltan flecos para que la cooptación y el transformismo de una parte de la oposición rupturista, fruto de la propia dinámica de la política como el arte de lo posible, culmine con un nuevo Carrillo. Las malas lenguas dicen que puede bastar con que Errejón, estratega del giro al centro, se coma a Iglesias y éste a Garzón.

Pero no crean, morbosos lectores, que Felipe cae como cayó la plana mayor en la clásica tentación de echar las culpas al árbitro. No. Un comunista tiene el casco lleno de abolladuras y alguna ha sido hecha por el enemigo. En el eclipse salimos todos desnudos. Es una operación abierta. Y no es un incisivo bisturí sino un basto percutor el que se abre paso por nuestras vísceras.

Noviembre de 2013, auditorio Marcelino Camacho, Madrid. XIX Congreso del PCE. Diego Valderas ostentaba la vicepresidencia de la Junta de Andalucía y las encuestas daban a IU alrededor del 15%. El coordinador federal, Cayo Lara, sube a la tribuna y lanza una pregunta retórica que suena como una pedrada en un portón: ¿queréis gobernar? A los pocos segundos del impacto algunos delegados responden con brío: ¡sí! Aquella solemne escena confirmó la hegemonía de las tesis derrotadas en la IX y X Asamblea de IU. O dicho de otra manera: la gestión de las tesis victoriosas a manos de los realistas, a saber, los aparatos, que son los que saben de política real y concreta frente a los intelectuales de postín que venden humo y los jóvenes izquierdistas a los que les falta un hervor todavía y están bien en el quinto puesto de las listas, pegando carteles o escribiendo en blogs. No se trataba de construir una Alternativa con vocación de mayorías en un contexto de crisis de régimen, sino de crecer para pactar en condiciones dignas con el PSOE y atraerlo a posiciones de izquierdas. Partiendo de esta posición neocarrillista íbamos bien, de lujo, como reflejaba nuestro crecimiento en las encuestas, por lo que el nacimiento de Podemos solo podía tratarse de una maniobra del poder para evitar nuestro asalto a las vicepresidencias de las comunidades de Madrid y Valencia. Y ya se sabe: ante un enemigo externo, prietas las filas y repliegue interno. IU era un partido, con sus siglas y sus cosas, lo que suponía de facto la muerte del PCE, por cierto, y el obstáculo principal para la Unidad Popular era un acuerdo jurídico para entrar en las Diputaciones, a las cuales queremos suprimir. Unidad Popular, dicho sea de paso, a la que hoy apelan algunos con la misma vehemencia con que la rechazaban hace escasos meses. Sálvese quien pueda.

El resto, hasta aquí, ya lo sabemos. Sin embargo, el partido no ha terminado. Vamos perdiendo, pero el empate catastrófico todavía es posible; podemos lograr una prórroga. Está el cristal, ese eclipse gráfico, entre los labios de Monica Vitti y Alain Delon. Está la amenaza de que la política se convierta en un gigante plató electoral, disputado por una especie de bi-bipartidismo centrípeto. Pero cambia, todo cambia, al menos desde Heráclito. Novelas como Eclipse rojo nos ayudan a comprender los cambios y, luego, a dirigirlos en un sentido emancipador.

lunes, 26 de octubre de 2015

Amancio Ortega, un marxista


 "Nadie se hace rico con su propio dinero" (Frank Seymon)

Fue interesante ver las distintas reacciones ante el encumbramiento de Amancio Ortega como hombre más rico del mundo. No me refiero tanto a quienes se sintieron parte de la hazaña (al ser elevado a héroe nacional hay un poco de todos nosotros en él), sino a quienes se indignaron, no sin razón, al tratarse de un tipo que se sirve de esclavas de 13 años en Bangladesh. Cómo se reiría si os leyera. Porque Amancio es como el gánster de True Detective II: un capitalista que ha leído a Marx y al venir de abajo sabe que no hay margen para cuestiones morales: o comes, o te comen. Por eso el cine negro (de izquierdas por definición según el columnista de El Mundo Raúl del Pozo) y de mafias es la máxima expresión del funcionamiento del poder económico. "No hay riqueza inocente", dijo el recientemente fallecido Rafael chirbes.

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