Los procesos históricos
difícilmente pueden reducirse a una concatenación de hechos concretos y
aislados que, con sus respectivas fechas, podrían sintetizarse en una cronología.
Detrás de cada proceso existe una realidad poliédrica con una multitud de
factores que a veces escapan a la vista. La política es una correlación de
fuerzas con la disputa del poder como objetivo central que no se puede desligar
de los ciclos estructurales económicos y geopolíticos de fondo. Si partimos de
esta premisa los árboles no deberían impedir que veamos el bosque. En el relato
hegemónico de la Transición, esos árboles son los grandes líderes políticos y
el bosque factores determinantes como el contexto internacional o el conflicto
social. Dicho relato fue la mentira sobre la que se asentó el régimen y el
origen del déficit democrático sin el cual no se podría entender su actual
crisis.
La Transición fue un proceso
exitoso en tanto en cuanto «su espíritu» ha funcionado como el principal
operador político en las últimas décadas. Fue el rito fundacional sobre el que
descansó la legitimidad del régimen. Lo dijo El joven papa de Paolo Sorrentino: «Donde hay ritos reina el orden natural». Ese orden natural, en este caso, sería la
legitimidad weberiana sobre la que se asientan un conjunto de tradiciones y
leyes –unas escritas, otras no–. Lo resumió magistralmente Felipe González:
«Con las cosas de comer no se juega». Es decir, hay cosas que no se pueden
cuestionar. Sus protagonistas entienden que cuestionar la Transición es
cuestionar sus biografías; y así es en cierto modo. Para los representantes del
establishment, la Transición es como Dios para los cardenales.
El período convulso permitió que
cada uno se hiciera una biografía a la carta. De ahí la importancia de un
«pacto de olvido» sobre los 40 años de dictadura y el papel que cada uno de
ellos desempeñó. La palabra estrella que definiría el espíritu de la Transición
sería «consenso». Pero éste no fue el
resultado de la altura de miras de unos estadistas que renunciaron a una parte
de sus aspiraciones para conseguir conjuntamente una base mayor de apoyo. El llamado
consenso fue el resultado de lo que Vázquez Montalbán definió como «correlación
de debilidades», que se podría resumir en que los franquistas no tuvieron la
capacidad para seguir mandando a la vieja usanza y los demócratas no tuvieron
la capacidad de imponer la ruptura. No fue el resultado de la generosidad de
unos grandes líderes, sino de una necesidad mutua. Los franquistas, que eran
conscientes de que la apertura se tornaba inevitable, temían que el proceso se
les fuera de las manos si no dejaban jugar a todos, y concretamente a los
comunistas. Éstos, por su parte, temían quedar relegados a una eterna posición
de marginalidad una vez muerto Franco.
El peaje que pagarían los
primeros sería la inclusión de los segundos sin necesidad de cambiar sus
históricas siglas por un nombre más «moderno» como unos años más tarde harían
con la creación de Izquierda Unida o sus homólogos italianos con el Partido
Democrático de la Izquierda. Esta concesión de Adolfo Suárez ante Santiago Carrillo
le costaría un enfrentamiento con las élites franquistas, incluidas las que mudaron
en «reformistas», entre ellas el Rey Juan Carlos I y Torcuato Fernández
Miranda, uno de los estrategas más importantes de la Transición. Esta
«autonomización» de Suárez respecto a los poderes fácticos que le auparon como Presidente
le acabaría costando su carrera política, hundida por quienes aun con el cuerpo
caliente se pelearon por su herencia reformista. Una de las tantas paradojas
que dejaría un proceso tan complejo como contradictorio sería la defenestración
de Suárez ejecutada por la derecha política, la banca y el Rey, al tiempo que
Carrillo se convertía en uno de sus grandes defensores, llegando a afirmar que
si era sustituido por Calvo Sotelo, el PCE le haría a éste «la vida imposible».
No por casualidad, tan solo unos años más tarde el CDS utilizaría como lema el
sugerente «Yo también tengo problemas con la banca». Las élites económicas
pueden perdonar muchos defectos a un político, pero nunca la imprevisibilidad.
El precio que pagaron los
comunistas por participar en el proceso no fue menor. Normalmente se reprocha
por su poder simbólico la aceptación de la monarquía y los pactos de la Moncloa.
Sin embargo, lo que desnortaría al PCE no sería tanto la aceptación en sí como
el tacticismo con el que se pretendió legitimar la decisión. Se pasaba de la
noche a la mañana de un discurso a otro sin debate alguno. La autonomización de
Carrillo respecto al Comité Central se produjo años antes de que dijera
públicamente que se pasaba sus acuerdos por el «arco del triunfo». De ahí en
adelante se produjeron una serie de actos de cara a la galería que en realidad
no escondían un debate ideológico profundo sino un fallido intento de
legitimación de cara a una parte importante de la sociedad. Valga como ejemplo
el anuncio de la propuesta de abandono del leninismo que Carrillo hizo en
noviembre de 1977, sin previo debate, nada más y nada menos que en los Estados
Unidos. Avanzado el proceso, el debate entre reforma y ruptura dejó de tener
sentido al constatarse que la ruptura era inviable. El verdadero debate era
cómo adaptar estrategia y discurso de la manera menos dañina posible a una
situación que no se contemplaba en un principio. Ahí perdió el PCE la desigual
carrera por liderar la oposición.
Resulta inevitable plantearse si
la Transición se podría haber desarrollado de otra forma. En política siempre
hay alternativas, pero nunca podemos olvidar que la correlación de fuerzas
normalmente pesa más que la voluntad. La visión hegemónica oficialista que
describe la Transición como un proceso modélico comparte con la visión
hegemónica dentro de la llamada izquierda radical (según la cual unos
dirigentes traidores frenaron el
advenimiento de la revolución socialista), una simplificación que acentúa el
poder de los grandes líderes e infravalora el resto de factores: el contexto internacional, la conflictividad social, la correlación de fuerzas, etc. En cualquier
caso, la derrota de las posiciones rupturistas no hizo sino confirmar el éxito
de una Transición que se diseñó desde un primer momento precisamente para que
dichas posiciones fueran derrotadas. Resulta difícil acotar el proceso de Transición:
¿se inició cuando Franco designó a Juan Carlos I como futuro sucesor? ¿Con el
atentado a Carrero Blanco? ¿Con la muerte del dictador? No hay unanimidad sobre
cuál es la fecha que mejor acotaría el proceso por su inicio, pero sí –desde
una perspectiva crítica– que el objetivo primordial siempre fue neutralizar a
los comunistas para garantizar que no se cuestionaran las bases económicas del
régimen ni se produjera una depuración de los aparatos franquistas.
Cuentan que Franco corrigió a un diplomático
estadounidense asombrado por la grandeza del Valle de los Caídos. Según el
dictador, su verdadero monumento era la clase media. En efecto, el régimen no
solo representaba los intereses de la oligarquía financiera y de los
terratenientes, también de la clase media más conservadora que surgió al calor
del «desarrollismo» económico de los sesenta y setenta. Lo resumió José Luis
Arrese, Ministro de Vivienda: «Queremos un país de propietarios y no de
proletarios», sentando las bases de la especulación inmobiliaria que acabaría
conformando el capitalismo rentista «de amiguetes» que estallaría más tarde en
2008.
El Seat 127 y la eterna amenaza
bolchevique garantizaron al franquismo una relativa estabilidad, desdibujada a
posteriori por los relatos de quienes se acostaron franquistas y amanecieron
demócratas con un asombroso currículum de lucha bajo el brazo. La esperanza de
ascenso social creó una clase media advenediza que más tarde se intentó vender
como «oposición silenciosa». De ese «prospera a costa de lo que haga falta» nacería
lo que posteriormente se denominaría «franquismo sociológico», todavía presente
en ciertos sectores de la sociedad. Un egoísmo y una complicidad con la
corrupción que sigue siendo uno de los factores principales para entender el
panorama político-electoral en determinados sitios.
La Transición dejó intactas las
bases económicas del franquismo, de manera que quienes estaban satisfechos con
el régimen franquista lo estuvieron después con el democrático[1]. Al presidente
de un banco le preguntaron si la noche del 23-F pasó miedo, a lo que contestó
que no, ya que él seguiría siendo el presidente del banco con independencia del
resultado del golpe. «Con las cosas de comer no se juega», o lo que es lo
mismo: «democracia pero sin pasarse de la raya». A pesar de que Carrillo logró
imponer un discurso legitimador que vendía como una victoria lo que a todas
luces era una derrota, algunos dirigentes como Julio Anguita no lo tenían tan
claro. Lejos de una euforia impostada, el cordobés escribió en septiembre de
1977: «La libertad y la democracia tienen en la sociedad capitalista como
límite el punto en que sea cuestionado peligrosamente su fundamento: la propiedad
privada de los medios de producción»[2].
La Transición tampoco depuró los aparatos del régimen.
En el plano político se ampliaron las posibilidades de acceso a las
instituciones, pero en éstas permanecieron en un primer plano quienes cargaban
sobre sus espaldas con violencia, represión y terrorismo. La división entre los
del «búnker» y los «reformistas» fue una efectiva manera de maquillar a los segundos,
pero la realidad es que todos ellos venían del mismo sitio: de Juan Carlos I a
Suárez pasando por Fraga. Mejor suerte corrió –si cabe– la flor y nata de la
judicatura y las fuerzas represivas, pasando incólume de la dictadura a la
democracia como el que se levanta atrevido y cambia de look de un día para
otro. La lista sería interminable, pero pocas personas representan mejor las
carencias de la Transición que el torturador Antonio González Pacheco, apodado «Billy El Niño», en busca y captura por la justicia argentina, no así
por la española. En un juicio al que fue llamado a declarar el 24 de abril de
1979, a cuatro años de la muerte de Franco y a dos de las primeras elecciones, dijo:
«La Brigada Político-Social
a la que pertenecí hasta 1977 no ha desaparecido. Sólo se le cambió el nombre»[3].
La Transición se podría resumir desde una óptica
gramsciana como una «revolución
pasiva». Las
élites franquistas, conscientes de su vulnerabilidad, se vieron obligadas a
asumir una serie de reformas democratizadoras y a integrar a una parte
importante de la oposición en un proceso de «transformismo», sembrando la desmoralización dentro de las capas más
concienciadas del antifranquismo. Lo resumió Arias Navarro –«el carnicero de Málaga»–, uno de los representantes del continuismo
franquista que, sin embargo, era consciente de la encrucijada histórica: «O
hacemos el cambio nosotros o nos lo hacen». Esa fue la dialéctica que asumieron
los franquistas una vez que el contexto internacional, con el agravante que
supuso la Revolución de los Claveles en Portugal, hizo del cambio algo
inevitable para mantener, paradójicamente, algunos elementos claves del
franquismo.
Una
vez neutralizado el PCE, solo quedaba apadrinar una oposición nueva, moderna y
respetable: el PSOE de Felipe González. Los franquistas se aseguraban de que nadie
tiraría al niño con el agua sucia y los amigos norteamericanos y alemanes de que
España sería un aliado estratégico y un socio económico en el proceso de
integración europea. El «exitoso» golpe del 23 de febrero de 1981, descrito por
la administración norteamericana como un asunto «exclusivamente interno», no
hizo sino allanar la estrategia trazada por ésta, coincidiendo con la deriva
beligerante de la política exterior propiciada por la victoria de Ronald Reagan.
Tan solo seis meses antes, la CIA codirigía con éxito expedito el golpe de
Estado en Turquía para asegurarse el control anticomunista de la región.
Suárez,
al que Juan Carlos I y Torcuato Fernández Miranda intentaron utilizar como
marioneta desde el primer momento, demostró una gallardía imprevista que le
costó su defenestración. Era un político en cierta medida acomplejado por su
origen falangista y por su escaso bagaje intelectual, lo que le llevó a tener
una actitud menos servil con los poderes económicos tanto nacionales como
internacionales. Su sucesor, Leopoldo Calvo Sotelo, diría más tarde que Suárez
apuntaba «un cierto antiamericanismo» y que «corregir y precisar ese rumbo» fue
uno de sus primeros propósitos como Presidente[4]. Los
resultados del golpe fueron nítidos. España ingresó en la OTAN, el nuevo
espíritu centralista frenó el desarrollo autonómico y trajo la LOAPA, se acabó
por someter a la oposición –incluidos los dos sindicatos mayoritarios– que terminó
firmando el Acuerdo Nacional de Empleo y se detuvieron las exhumaciones de
fosas comunas. Como acabó reconociendo más tarde Suárez ante la periodista
Victoria Prego, en las encuestas que manejaban la República era la opción
predilecta por el pueblo español, doblando el apoyo de la monarquía[5].
Hasta
el momento, la popularidad de Juan Carlos I era escasa y su legitimidad de
origen procedía del 18 de julio de 1936 y de la designación por parte de Franco
en 1969. Tras el 23-F, el Rey se convirtió en el «padre de la democracia»
española. Resulta obvio pensar que la Casa Real supo de la jugada en todo
momento. Resulta más complicado otorgar un grado de responsabilidad, pero
declaraciones como las del jefe del CESID –Andrés Cassinello– («es mejor no saberlo todo»), o del propio
jefe de la Casa Real –Sabino Fernández Campos– («el que busca afanosamente la
verdad, corre el riesgo de encontrarla») no hacen sino insinuar que el Rey jugó
un papel importante en la sombra.
Una
vez triturada la UCD, solo quedaba que la ley electoral, redactada por las
Cortes franquistas para frenar a la izquierda como reconoce la mismísima FAES[6] (sobrerepresentando
a las zonas rurales menos pobladas e infrarepresentando a las zonas
industriales y urbanas más pobladas), hiciera de la alternancia bipartidista el
sostén político del régimen durante 30 años. Las listas cerradas y bloqueadas
hicieron las delicias de la «ley de hierro de la oligarquía» descrita por
Robert Michels. Las circunscripciones provinciales ayudaron a que los aparatos
de los partidos pudieran eliminar de un plumazo a sus miembros díscolos,
facilitando el liderazgo de las élites partidistas en detrimento de las bases y
originando un proceso de subordinación, dependencia y «cartelización» respecto
del Estado. Los partidos renunciaron a su vocación de masas y se convirtieron
en meras asociaciones, en órganos autónomos insertos en el propio Estado. Así,
la política «stricto sensu» pilotó en torno a unos líderes cooptados, despojada
de su capacidad transformadora al dejar fuera de juego a las masas. El
«consenso» consistió en que los diferentes líderes se comprometieron a ejercer
de catalizadores, apaciguando las demandas sociales y dirigiéndolas hacia un estrechísimo
marco político-institucional viciado de antemano. El objetivo: la paz social.
Cuando la oposición política y sindical quiso reaccionar a finales de los
ochenta contra la deriva del gobierno de Felipe González, se encontró un
desolado paisaje: aparte de la desmovilización social fruto tanto de la derrota
sufrida en la Transición como de la estrategia institucionalista de los
diferentes partidos, ya funcionaban como corsé y coartada los acuerdos
supranacionales.
El
«prospera y no mires cómo» siguió legitimando la corrupción política desde lo
más mundano hasta los asuntos de alto copete. Parecía que a todos les iba bien.
La policía del ministro Rodolfo Martín Villa, conocido como «la porra de la
Transición», en 1976 detenía a jóvenes por llevar El País bien visible y en
1977 registraba la casa de Juan Luis Cebrián. Durante el atentado
ultraderechista a la redacción del periódico que un año más tarde le costaría
la vida a un trabajador, seguía siendo Ministro del Interior. Décadas más
tarde, Martín Villa y Cebrián se convirtieron en Presidente y Director General
de la misma sociedad a la que pertenece El País[7]. Sin
embargo, la crisis económica rompió más tarde el relato del ascenso social de
las clases medias, Juan Carlos I abdicó entre escándalo y escándalo, el bipartidismo
como reparto simbólico de posiciones quebró y saltaron las costuras del encaje
territorial del Estado. El intento de reconstrucción del espíritu del
«consenso» desde los medios de comunicación tras la muerte de Suárez en 2014
fue un síntoma del nuevo tiempo que se abría.
[1]
Morán, Gregorio. (2015). El precio de la
transición (p. 242). Madrid: Ediciones Akal.
[2]
Anguita González, Julio. (2011). Combates
de este tiempo (p. 25). Córdoba: Editorial El Páramo.
[3]
Sánchez, Mariano. (2010). La transición
sangrienta. Una historia violenta del proceso democrático en España (1975-1983)
(p. 77). Barcelona: Península.
[4]
Grimaldos, Alfredo. (2006). La CIA en
España. Espionaje, intrigas y políticas al servicio de Washington (p. 190).
Barcelona: Debate.
[5] Garcés,
Joan. (2012). Soberanos e intervenidos.
Estrategias globales, americanos y españoles (p. 171). Madrid: Siglo XXI de
Editores, S. A.
[6]
Iglesias, Pablo & Monedero, Juan Carlos. (2011). ¡Que no nos representan! El debate sobre el sistema electoral español
(p. 53). Madrid: Editorial Popular.
[7]
Morán, Gregorio. (2014). El cura y los
mandarines. Historia no oficial del bosque de los Letrados. Cultura y política
en España. 1962-1996 (p. 573). Madrid: Ediciones Akal.
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