martes, 4 de septiembre de 2018

El populismo y la construcción del pueblo. Una reflexión crítica desde el marxismo



Hace unos días los chicos de La Trivial reprodujeron la traducción castellana de la entrevista a Íñigo Errejón publicada en Le Vent Se Lève. El dirigente madrileño solo se suelta, al menos últimamente, cuando sale de España. Esto podría ser un síntoma de al menos dos factores, a saber, la falta de espacios amplios y estimulantes para el debate y la fase de institucionalización del conflicto y de «lo político» en general en la que se encuentra sumido el escenario político español. Lo cierto es que estos dos factores guardan una relación lógica: si la política gira de manera prácticamente exclusiva en torno al ámbito institucional, los debates más profundos en clave estratégica no tienen hueco. Y no por una cuestión de voluntad, sino por la dinámica inherente del institucionalismo. Así, las reflexiones de calado se tornan imprescindibles con independencia de que el grado de acuerdo con éstas sea alto, bajo o nulo.

A raíz de dicha entrevista, se generó un reducido pero siempre interesante debate en las redes sociales en torno a la construcción del pueblo. Animado por dicho debate y la reciente lectura de ¿Una política sin clases? El post-marxismo y su legado (Ediciones RyR, 2013) de Meiksins Wood y de La palabra H. Peripecias de la hegemonía (Akal, 2018) de Perry Anderson, me gustaría compartir la siguiente reflexión. Tan solo se trata de un sobrevuelo general y vago alrededor de algunas cuestiones planteados por el populismo.

Del determinismo a la disolución

El determinismo fue uno de los lastres más nocivos del marxismo, y mucho me temo que todavía estamos lejos de desprendernos de todos sus restos. Su expresión como visión teleológica de la historia fue felizmente derrotada por los bolcheviques y la revolución rusa, aunque solo temporalmente. Lejos de lo que apuntaban los cánones, la revolución triunfó en un país semifeudal con apenas un capitalismo incipiente y una clase obrera minoritaria. Lenin rompió los esquemas del marxismo ortodoxo y, como siempre, el debate fue resuelto en la praxis. La revolución rusa, más que una revolución «contra El Capital», fue una revolución contra la lectura restringida de un Marx que siempre fue más flexible y lúcido que sus seguidores (como reflejan las cartas a Vera Zasúlich y al director de “Otiechéstvennie Zapiski”). Tan solo un par de años más tarde, las derrotas de las revoluciones alemana y húngara y del bienio rojo italiano confirmaban de manera dolorosa que el desarrollo de las fuerzas productivas y la agudización de las contradicciones del capitalismo no conducen de manera inexorable al socialismo. El nazifascismo acabaría dando buena prueba de ello.

Hay otra manifestación del determinismo de plena actualidad, y es aquella que nace de la mala traducción marxista que afirma que «las condiciones materiales determinan la conciencia». Acogernos a esta idea sería, sin ir más lejos, obviar la práctica totalidad de la obra del propio Marx y tendría como consecuencia nefasta la reducción del proceso político. Si las condiciones materiales determinan la conciencia, el papel de la organización política quedaría reducido básicamente a organizar a la clase obrera existente, obviando la necesidad de la pedagogía política para elevar la conciencia y construir una cultura emancipadora. Esto puede tener dos consecuencias igual de negativas. La primera parte de la advertencia leninista de la necesidad de hacer política con el material que heredamos del capitalismo, pero desde la renuncia a construir algo nuevo y el inevitable amoldamiento a lo existente. La segunda parte, por el contrario, de una posición izquierdista, al intentar dar un salto sin atender la relación dialéctica entre condiciones subjetivas y objetivas del momento concreto, desatendiendo la advertencia leninista respecto, por ejemplo, al campesinado: llevar las ideas comunistas al campo sería absurdo incluso tras seis años de revolución triunfante. Lo que viene siendo, en cualquiera de los casos, aquello de hacer un pan como unas hostias.

Los «sujetos» se construyen mediante procesos políticos, ideológicos y culturales que hacen posible el famoso proceso de catarsis de «clase en sí» en «clase para sí». No son el mero reflejo de determinadas relaciones sociales o de las condiciones económicas de éstas. Todos conocemos a trabajadores con posicionamientos políticos que son, en términos «objetivos», incoherentes y dañinos con sus propios intereses. De la misma manera, vemos cómo el empobrecimiento de las condiciones materiales de vida no conlleva un proceso paralelo de concienciación. La ideología –en sentido amplio– no guarda una relación mecánica con las condiciones materiales como si fuera un vestido sobre un cuerpo o la sombra que proyecta ese mismo cuerpo. No es una mera falsa conciencia, una venda en los ojos, sino algo más profundo: una visión del mundo.

Es cierto que las relaciones sociales y las condiciones materiales, así como su constante apelación, no construyen sujetos de manera mecánica. Ahora bien, no menos cierto es que sin atender las relaciones sociales y todo lo que ello conlleva no hay sujeto posible. Digámoslo así: la clase (entendida como la posición objetiva en las relaciones de producción) no es garantía de que haya sujeto, pero sin clase no hay sujeto. Es en el conflicto donde surge la propia clase como tal, de ahí que el trabajador que experimenta una lucha política de este tipo después de ella sea «otro», y de ahí el error de enfocar y medir las luchas únicamente pensando en sus resultados tangibles.

Los populistas parten de una acertada crítica del determinismo y del «reduccionismo de clase» pero cometen el error, a mi juicio, de pasar de las simplificaciones que critican a sus opuestas, burlando el inmenso acervo teórico-político del marxismo original al que pertenece, por ejemplo, el propio Gramsci, tan presente entre los populistas. Así, Íñigo Errejón utiliza una dicotomía falaz que sintetiza en el prólogo de Contra el elitismo. Gramsci: manual de eso (Ariel, 2018) de Maite Larrauri y Dolores Sánchez. Estaríamos obligados a escoger entre el determinismo economicista y la estrategia de la hegemonía pero entendida desde una perspectiva populista. Sin embargo, la superación del  economicismo no nos obliga a romper con el análisis de las relaciones sociales desde una perspectiva (marxista) de clase. Éste sigue siendo imprescindible tanto para entender los procesos políticos como para armar un proyecto transformador. Renunciar a él partiendo de una crítica justificada al economicismo sería caer en otra simplificación: la disolución de la realidad social de cualquier amarre socioeconómico.

¿Quién es pueblo?

Desde la izquierda se suele criticar el concepto de pueblo por «interclasista». Sin embargo, esta es una crítica vaga, pues todos los «bloques históricos» de todas las revoluciones socialistas han sido interclasistas en sentido estricto, con un papel fundamental del campesinado. La obra y la praxis del propio Gramsci están atravesadas por el intento de articular una alianza entre la clase obrera industrial y el campesinado, imprescindible como puso de manifiesto la derrota consejista. De la misma manera, el italiano desarrolla el concepto de bloque histórico desde un análisis de clase de los bloques dominantes, con especial detenimiento en el Risorgimento. Es aquí donde se manifiesta una de las grandes limitaciones del populismo: la indefinición del sujeto, en este caso del pueblo.

Al romper con cualquier amarre socioeconómico la realidad social ya no está compuesta por clases sociales en disputa, sino por una masa amorfa a disputar y a construir a través del discurso. Esto acaba produciendo una especie de tablero abstracto en el que es imposible definir quiénes son o deberían ser el pueblo: ¿los peones, las torres, todas las piezas de un mismo color? En la izquierda debemos entender que la construcción de un proyecto político es más complejo que antaño, pues entre otras cosas la «cuestión de clase» ya no consiste simplemente en la alianza entre la clase obrera fabril y el campesinado pobre. Sin embargo, la complejidad social en general y de la clase obrera en particular no puede servir de coartada para pasar, de nuevo, a su simplificación opuesta.

Lógicamente, para los teóricos del populismo la indefinición no es una traba sino una virtud. Y lo cierto es que temporalmente es fácil que así sea, pues al no haber relación entre significados y referentes todo es accesorio, circunstancial, de ahí que un mismo discurso pueda ser desarrollado desde posiciones radicalmente contrarias y con objetivos radicalmente opuestos.

¿Quién «construye» el pueblo?

Esta es quizá la pregunta más peliaguda. Teniendo en cuenta que el pueblo es una masa indefinida, no «preestablecida» de antemano, no queda más remedio que construirlo desde arriba. Lo que no queda tan claro es quién es el sujeto «articulante»: ¿todos, nadie, un grupo selecto de personas inteligentes, una vanguardia? Difícil esto último si tenemos en cuenta que no existen las clases o, en el mejor de los casos, su existencia no representa ni mucho menos la centralidad de la contienda política. Sea como fuere, la construcción del pueblo desde arriba difícilmente puede desprenderse de connotaciones elitistas.

Este es uno de los puntos donde se puede apreciar con más nitidez la ruptura del populismo con Gramsci (recordemos el título del libro prologada por Íñigo Errejón). Para el italiano, los intelectuales orgánicos debían surgir de la clase trabajadora y mantenerse en contacto permanente con ella. De la misma manera, la propia organización política como «intelectual colectivo» debía acabar con la separación entre dirigentes-sabios y dirigidos-sencillos tan típica de las organizaciones eclesiásticas. Y, quizá más importante, era la propia clase trabajadora la que debía convertirse en dirigente a través de la auto-organización y la democracia participativa. Tiene sentido, pues la conexión con el sentido común existente era imprescindible, pero para elevarlo en la construcción de una cultura y de una visión del mundo propias.  Solo así las clases subalternas dejarían de serlo, lo que implicaba la extensión política desde el asentamiento en la cotidianidad de toda la sociedad civil.

La construcción del pueblo solo puede entenderse desde el idealismo, en este caso discursivo. Si antes era Dios (la idea) el que creaba al hombre (la materia), ahora es el discurso el que crea al sujeto. Desde esta perspectiva, sería imposible entender el desarrollo de la historia, de las revoluciones y de prácticamente cualquier proceso político.  ¿O acaso la historia es la historia de la lucha de discursos?

Otras implicaciones de romper con los análisis de clase

Todas las reflexiones teóricas tienen implicaciones políticas prácticas y concretas. Hay que recordarlo especialmente en aquellos momentos en los que las reflexiones profundas o son despreciadas o simplemente no son tenidas en cuenta. Las propuestas en torno a la construcción del pueblo tienen sentido porque están enmarcadas en análisis más amplios que, a su vez, tienen diversas consecuencias. Por cuestiones de tiempo y espacio tan solo me referiré brevemente a las relacionadas con la hegemonía y el Estado.

La ruptura con el análisis materialista tiene su traducción coherente no solo en lo relacionado con la construcción del pueblo. Antes hablábamos de la disolución de realidad social en una especie de tablero abstracto a disputar discursivamente. Esto tiene sentido partiendo de una autonomía prácticamente total de lo político y de lo ideológico que obvia cuestiones de raíz ineludibles. Valga la simplificación: ¿cómo se puede derrotar a un poder materialmente constituido en más de 8.000 pueblos a través, por ejemplo, de redes clientelares? El discurso y la comunicación merecen un estudio minucioso, así como todo lo relacionado con el proceso mediático-ideológico-cultural. Sin embargo, no se pueden obviar la naturaleza de clase y la importancia de los anclajes materiales del Estado. Si se cayera en este error, el choque contra un muro férreo solo generaría desmoralización y una dinámica imparable de adaptación a lo que hay: nunca seríamos lo suficientemente parecidos al pueblo o incluso a sus representantes exitosos.

Por una parte, se hace una lectura restringida del propio concepto de Estado, simplificándolo como el conjunto de instituciones. Así pues, sería una cosa o más bien un conjunto de cosas. El izquierdismo parte de un análisis parecido, pero al asumir su intrínseca naturaleza de clase opta por «tomarlo» y destruirlo. El populismo, por otra parte, desatiende su naturaleza de clase y lo dota de una cierta neutralidad, por lo que el objetivo es tomarlo y ponerlo –ésta vez ya sí– al servicio del pueblo. Por una parte, el primero olvida que el Estado también es el complejo descentralizado y difuso que conforma la sociedad civil y, por otra, el segundo incurre en una lógica institucionalista.

No es casualidad que el populismo caiga en errores muy parecidos a los cometidos por el eurocomunismo en los años sesenta. En el fondo se encuentra una visión tamizada del concepto de hegemonía. Ésta ya no sería tanto una relación dialéctica entre el consentimiento y la coerción con un anclaje económico como la capacidad para conquistar consenso. Si el eurocomunismo volvía a una versión renovada del gradualismo reformista encerrando la hegemonía en la dimensión institucionalista, el populismo hace lo propio en la dimensión discursiva con similares fines institucionalistas. La hegemonía queda reducida a consenso y éste se mide en clave electoral e institucional, por lo que el objetivo es aumentar la cuota institucional y lo demás se convierte en un lastre del que desprenderse.

La ruptura con el análisis materialista que da coherencia a lo demás se produce precisamente aquí, en una visión determinada del concepto de hegemonía que armoniza estratégicamente la propuesta populista. Sin embargo, podemos afirmar sin vacilación de ninguna índole que dicha visión no es en absoluto una «evolución natural» de aquel dirigente comunista italiano que hacía de la verdad toda una propuesta política, más tarde sintetizada por Manuel Sacristán como la coherencia entre el decir y el hacer.

viernes, 3 de agosto de 2018

Comprender para combatir: Pablo Casado y la nueva (vieja) derecha


Federico Jiménez Losantos es un personaje caricaturesco que, a pesar de la lista nada desdeñable de imputaciones por delitos de odio que debería recaer sobre sus espaldas, debe ser tenido en cuenta. El principal –y único– motivo es su libertino olfato político que hace de él una especie de termómetro imprescindible para ir tomando nota de los movimientos que se producen dentro de la derecha. A día de hoy puede sorprender o simplemente parecer insignificante, pero lo cierto es que Losantos fue uno de los grandes «intelectuales» de la derecha que apoyaron a UPyD en 2011. Más tarde fue de los primeros en pedir a Rivera su salto a la política estatal y ahora ve en Casado la última oportunidad para refundar el PP y, lo más importante, la reconstrucción de lo que llaman el «centroderecha»: el espacio político e ideológico ocupado por PP, Ciudadanos, Vox y determinadas organizaciones de la sociedad civil (de la FAES a Libres e iguales pasando por Hazte Oir).
Lo cierto es que mientras Soraya Sáenz de Santamaría era incapaz de definir su ideología más allá de lugares comunes bastante imprecisos, Casado citaba a Hayek y hablaba de sociedad civil, lucha ideológica y proyecto nacional con soltura. Como no puede ser de otra manera, sus mejores entrevistas fueron las realizadas por Losantos. Tres en un mes. En las dos primeras esbozó su proyecto logrando imponer su relato: estamos ante el regreso de la ideología. En la última, ya como presidente del PP, confesó su gran objetivo con una claridad que incluso incomodó al propio Losantos: volver al bipartidismo, en este caso «corregido» con dos fuerzas marginales, una en la izquierda y otra en la derecha.
Casado es un síntoma del agotamiento de los sistemas de partidos resultantes de la II Guerra Mundial. Aunque algunos sufrieron modificaciones fruto de las particularidades nacionales (Italia es probablemente el mejor ejemplo), grosso modo éstos repartían su gestión entre una izquierda socialdemócrata y una derecha más o menos liberal o más o menos conservadora. La cosa empezó a complicarse en los setenta con el auge del neoliberalismo y la ofensiva neocon de la Nueva derecha que finiquitó el pacto de posguerra, pues el margen de diferenciación entre unos y otros se estrechó especialmente para los primeros. Rehén ideológica de los segundos, integrada en los ciclos altos del capital y descompuesta en los ciclos depresivos, la socialdemocracia transmutó en social liberalismo para acabar convirtiéndose, tras la crisis de 2008, en neoliberalismo progresista.
La derecha también sufrió su propio proceso de catarsis. Un contexto geopolítico concreto (la crisis de la globalización, la subordinación de y en la Unión Europea, etc.) hace que los movimientos tectónicos internacionales dejen en diversos países similares lecciones ineludibles para quienes no quieren ser barridos en su propia casa. El mismo Casado ponía los ejemplos norteamericano, francés e italiano en el que diversas «fuerzas outsider» de distinto tipo han desplazado a los viejos representantes de la derecha. Ese y no otro era el riesgo que el XIX Congreso del PP asumió ante el auge de Ciudadanos, el hedor de la corrupción estructural y la ausencia de proyecto «ideológico-cultural» y moral, ahogado en un gobernismo tecnocrático que vio cómo su estrategia pasaba a los anales de la historia de la única manera posible: con el «no haciendo nada» tan típico de Rajoy.
A menos de un año de las elecciones municipales y autonómicas los dirigentes territoriales y una pléyade de aspirantes vieron esfumarse el gobierno central, de aquella manera y con lo que ello supone. Soraya era la mejor representante del continuismo: gestión y formas moderadas para no movilizar a la izquierda. Casado, por el contrario, representaba lo contrario: ofensiva ideológico-cultural y moral y movilización de la derecha mediante la conquista de posiciones en la sociedad civil. Como caricatura, y enlazando con la narrativa épica tan propia de los neocon, las bases frente al aparato atrapado en unas instituciones en peligro. Primero en Podemos, después en el PSOE y ahora en el PP han sido derrotados quienes eran vistos desde una mayor distancia desde las bases.
Casado sabe que España ha cambiado y que Ciudadanos no es –solo– el partido del IBEX 35 sino la mejor expresión política de determinados estratos medios y altos, con formación, jóvenes (y adultos), competitivos en lo económico y regeneracionistas en lo político. Ciudadanos no es flor de un día y está bien situado aunque sea más por deméritos ajenos como la corrupción endógena del PP que por méritos propios. Sin embargo, tras ser expulsado del gobierno Casado confía en subalternizar a Rivera, llevándolo a posiciones marginales e impidiendo que desarrolle un proyecto «nacional» autónomo. Es aquí donde debemos situar «la España de los balcones y las banderas». Lejos de ser una simple ocurrencia es la síntesis de un proyecto político nítido que debemos valorar en su justa medida para poder combatirlo.
Regresemos un momento a los orígenes, al acervo político e ideológico en el cual Casado arraiga su proyecto: la experiencia de la Nueva Derecha encabezada por Margaret Thatcher, Ronald Reagan y George Bush padre, principalmente, en las décadas de los setenta y los ochenta. Esta derecha entendió que la política no es solo –ni principalmente– una mera gestión institucional de lo existente, sino una lucha por la reconstrucción de todo el orden político, social y moral. Ya no se trataba de ganar las elecciones infinitamente, sino de desarrollar cambios tan profundos que fueran irrevocables con independencia de quienes gestionaran las instituciones. Así, la verdadera pugna se libra en los terrenos ideológico, cultural y moral, aunque éstos tengan un sólido amarre económico; tal y como demostró dicha experiencia, todo proyecto político en sentido amplio debe ser afianzado por un programa de reformas económicas profundas. El verdadero éxito de esta derecha no debe medirse en términos institucionalistas o electoralistas, pues su lucha iba más allá: la gestión de la sociedad en todos sus frentes (económicos, culturales, ideológicos, morales, etc.) hasta el punto de crear un nuevo sentido común que, a su vez, creaba nuevos hombres y mujeres ya que los cambios se transformaron en cotidianidad. Los cambios fueron tan profundos que, como recuerda la conocida anécdota, Thatcher consiguió cambiar incluso a quienes debían ser su alternativa.
El cambio estratégico de Casado frente a Soraya (y Rajoy) es un cambio «revolucionario» pues sus objetivos son mucho más ambiciosos que la mera victoria electoral y la gestión institucional de lo existente. Para realizar cambios profundos políticos y económicos antes se debe abonar el terreno en los frentes culturales, ideológicos y morales, ya que de no ser así dichos cambios no gozarían de una base de consenso suficiente como para ser llevados a cabo. El proyecto nacional, especialmente en un país como España, es clave. Asumiendo que Ciudadanos es una expresión de la «nueva» España, y sin obviar el inestimable apoyo recibido de las oligarquías económicas, el factor más importante a la hora de analizar la subida de Ciudadanos es la «cuestión nacional». El PP fue víctima de las limitaciones inherentes del Estado, pero también de las limitaciones de su propio proyecto ideológico: ni antes ni después abonaron el terreno cultural que les permitiera «ir más allá». Así, vio cómo Ciudadanos se convertía en la vanguardia de la España más conservadora, con altas dosis de demagogia, pero también con un nítido proyecto nacional asentado en bases ideológicas y culturales (atravesado por una supuesta igualdad entre territorios y españoles). Robarle la bandera rojigualda a Rivera es el gran reto de Casado, y para ello salir del gobierno si no una necesidad, al menos es una oportunidad enorme.
El éxito de Aznar estuvo sustentado en la cuestión nacional: una nueva (vieja) idea de España  y un proyecto de país en el que España se resituaba en el mundo en clave atlantista. La coartada fue el terrorismo de ETA, utilizado como antagonismo contra el cual relanzar una ofensiva nacionalista que situaba no solo fuera sino «contra» España a cualquier disidente. La política antiterrorista no solo tenía efectos legales o policiales, sino culturales. La política como lucha permanente por la hegemonía resumida en última instancia como una visión del mundo pasa antes, durante y después por una lucha por la visión «nacional» que, lógicamente, se concreta en un proyecto de país. Nos guste más o menos se trata de una tarea ineludible.
«Un PP al que pueda volver Ortega Lara» es un PP reconciliado consigo mismo. Es una cuestión simbólica que, por decirlo de alguna manera, se asienta en una cierta materialidad. El «desafío independentista» es hoy el enemigo en torno al cual Casado debe relanzar su proyecto nacional. La «España de los balcones y las banderas» es esa nueva mayoría moral que daría como resultado la lucha por un sentido común que es siempre contradictorio: en él hay semillas para la emancipación, pero también para la reacción. Entre la gente indignada con el independentismo también hay trabajadores y trabajadoras indignadas por la corrupción o por el saqueo sistemático; la dirección que tome dicha indignación depende del trabajo de las organizaciones políticas que pugnamos por distintos proyectos de país. Lo que hace Casado es nada más y nada menos que anunciar una guerra en todos los frentes, también el cultural. No, definitivamente no es una ocurrencia.
Lo cierto es que de momento Casado no ha inventado nada. Regresa a Aznar o, lo que es lo mismo, a la Nueva Derecha thatcheriana. Empieza con un clásico neocon: la lucha contra lo políticamente correcto, es decir contra los consensos más o menos progresistas asumidos como sentido común. Ha llamado especialmente la atención su discurso contra la inmigración, pero la beligerancia contra la diversidad en general representa el núcleo central de su discurso, con el feminismo como puntal. Éste pretende dividir a la sociedad en grupos dividiendo al mismo tiempo al individuo, por eso no es feminismo sino «ideología de género». La beligerancia contra el feminismo adquiere una importancia crucial en la estrategia «hegemónica» de Casado, pues la grandeza del feminismo consiste precisamente en elevar la lucha al plano «universal», ya que no se queda en la reivindicación de un porcentaje presupuestario y construye nuevas visiones del mundo y de la vida asentadas en la cotidianidad.
Casado hurga en nuestra caja de herramientas y coge una parte de nuestro mejor arsenal, lo que convierte en evidentes algunas de nuestras tareas estratégicas. No por casualidad, en la FAES no han escatimado esfuerzos en los últimos años en estudiar, por ejemplo, al dirigente comunista Antonio Gramsci. Cuando nosotros y nosotras afirmamos que el objetivo no es ganar las elecciones sino la construcción de un bloque histórico democrático estamos diciendo, al menos, lo siguiente: a) Necesitamos estrechar alianzas sociales desde abajo y desde el conflicto, pues todo proyecto emancipador debe anclarse en los intereses materiales de quienes sufren el capitalismo, su explotación y sus diversas contradicciones. b) Las alianzas políticas deben ser la expresión de dicha alianza social, convirtiendo a la organización en una parte de la clase trabajadora organizada. c) Debemos ir generando una cultura (en el sentido más amplio posible) propia que supere cualquier tipo de «corporativismo» en aras de la unidad del conjunto del bloque para que acabe convirtiéndose en dirigente, esto es, en representante de los intereses generales del país. d) Para ello debemos ir conquistando espacios de la sociedad civil, creando nuevos espacios de organización y socialización y, en última instancia, una nueva institucionalidad democrática.
Entender la política como una lucha permanente por la hegemonía nos permite afrontar cada batalla desde una perspectiva estratégica más amplia ya que todas ellas forman parte de una misma guerra. Nuestra virtud reside en nuestra capacidad para librar cada una de ellas desde una estrategia unitaria. El síntoma Casado es un ejemplo de la importancia trascendental de la reflexión y la teoría. En la izquierda tenemos un acervo teórico en absoluto despreciable, pero sigue pendiente una correlación a la altura en la praxis, donde finalmente se resuelven las grandes cuestiones. No debemos analizar el panorama exclusivamente en el corto plazo o únicamente en el plano electoral, pues eso sería –de nuevo– infravalorar los nuevos movimientos de la derecha. Puede que Casado sea el peor candidato para Ciudadanos y el mejor para el PSOE en un intento de volver a un bipartidismo de «fachas» y «progres», pero la disputa es más profunda.
La ofensiva mediática-discursiva cosechó grandes éxitos en el ciclo 2013-2015 que se tradujeron en avances político-culturales y, en último término, en cinco millones de votos. Sin embargo, más adelante pudimos comprobar sus limitaciones para derrotar a un poder con una base material ineludible. Debemos extender la organización en todos aquellos lugares en los cuales se producen conflictos, de manera más o menos explícita, y ello requiere de implantación tanto territorial (pueblos y ciudades) como sectoriales (centros de trabajo, de estudio, etc.). Al mismo tiempo, debemos expandir la lucha política y cultural en todos aquellos lugares en los cuales se reproduce consenso, normalmente de manera aparentemente neutral. No debemos restringir el concepto de sociedad a la suma de personas, colectivos y espacios relativamente movilizados: en el gimnasio, en el bar o en YouTube también se reproduce ideología: un youtuber con millones de visitas es un «intelectual» e incluso el más anodino propaga «sentido común» a través, por ejemplo, de un determinado lenguaje. De la misma manera, y para no simplificar el concepto, debemos dotar a la sociedad civil de materialidad construyendo espacios de socialización propios: asociaciones, ateneos, casas del pueblo, asesorías jurídicas, clubs de deporte y un larguísimo etcétera. Sin materialidad no hay hegemonía ya que ésta no es solo consenso y hunde sus raíces, en última instancia, en la infraestructura económica: no se puede derrotar a un poder material sustentado, por ejemplo, en redes clientelares únicamente a través del discurso. A un poder material se le opone otro poder material.
Dar la batalla en todos los frentes asentados en la cotidianidad de la clase trabajadora, conquistando posiciones en la sociedad civil y desarrollando nuestro proyecto de país. Estas son algunas de las tareas que se me ocurren ante la amenaza de la nueva (vieja) derecha.

Sobre la clase trabajadora, la diversidad y los falsos dilemas

Los debates agrios tienden a generar posiciones enconadas. Las posiciones enconadas anulan los matices, lo que conduce irremediablemente a la simplificación. Y la simplificación a la caricatura. Es el sino de la izquierda y puede que de cualquier colectivo humano en el que se confronten distintas posturas. Quizá la izquierda carga con una dosis particular de acritud en sus debates por las condiciones en la que estos se han desarrollado históricamente. La represión, la ausencia de espacios útiles o la derrota son condicionantes que a veces nos han impedido ser lo suficientemente justos a quienes luchamos por la justicia. Sin embargo, la discrepancia y la confrontación de ideas son indispensables para la superación más o menos enriquecedora de cualquier debate.
Estamos ante un debate necesario, tal y como evidencia la incapacidad manifiesta de la izquierda transformadora para organizar el sufrimiento de la clase trabajadora y los sectores populares ante la crisis y la globalización. Sin embargo, no es especialmente novedoso, pues la relación dialéctica, compleja y contradictoria entre lo «material» y lo cultural en sentido amplio ya fue estudiada por el propio Marx, así como por aquellos marxistas que pusieron el matiz en el «momento subjetivo» como Gramsci o Lukács, o más adelante los culturalistas como Stuart Hall. De la misma manera, y partiendo del reconocimiento de nuevas complejidades, la conflictiva relación entre la izquierda y los nuevos movimientos emergentes también fue analizada tanto desde posiciones marxistas como posmarxistas. Manuel Sacristán y Ernesto Laclau son, respectivamente, dos buenos ejemplos de ambas posiciones.
Ningún debate puede darse por zanjado de manera escolástica, pues la realidad concreta somete a todo (y a todos) a una permanente revisión. Sin embargo, para evitar retrocesos cabría tener en cuenta algunas enseñanzas que a modo de síntesis se extrajeron de discusiones anteriores, pues aunque las grandes aportaciones revolucionarias están vinculadas con la ruptura con los esquemas caducos, existe un hilo rojo en permanente enriquecimiento que debe ser tenido en cuenta. La mayoría de las críticas a la diversidadseñalan limitaciones correctas y parten de análisis más o menos correctos, pero su interpretación puede suponer un retroceso hacia una izquierda tosca que en vez de intentar comprender la complejidad de la realidad que le supera, la esconde debajo del sofá. Si eso ocurre, la salida lógica e inevitable será la nostalgia paralizante.
Hace unos meses se generó un interesante debate sobre la izquierda y su deficiente relación con la «clase obrera». Aunque se escribieron artículos lúcidos desde distintas perspectivas un tiempo después queda la sensación de que, más allá de señalar un problema relativamente obvio, no se superó un falso dilema caricaturesco de dos posiciones que a mi juicio son igual de erróneas y en buena medida son las dos caras de una misma moneda. Ahora puede sonar raro, pero se llegó a debatir si la clase obrera era «buena» o «mala», es decir si era tan racista como los líderes a los que parecía apoyar o si escribía poesía.
Una posición «intermedia» (marxista) podría entender que somos seres sociales y por tanto no tenemos cualidades o defectos innatos en nuestro ADN. Al final somos el resultado de un proceso de socialización en el que influye la cultura en sentido amplio y en el que las condiciones materialessiempre están presentes, pero sin «determinar nuestra conciencia» como sugiere la mala traducción marxista, pues si así fuera el capitalismo no existiría al menos desde 1929. Como se ve de manera fantástica en Pride(Matthew Warchus, 2014), los mismos obreros británicos que reciben entre insultos a los gays y lesbianas del LGSM semanas después marchan junto a ellos tras un proceso de socialización y hermanamiento. De eso se trata.
Por otra parte, en todo momento parecía que se debatía sobre una clase obrera caricaturizada en el obrero de cuello azul. Sin embargo, el capitalismo no permanece inmutable, de hecho su capacidad de pervivencia depende en buena medida de su habilidad de adaptación. Esto significa que en 2018 las contradicciones del capitalismo adquieren una mayor complejidad que hace un siglo, por ejemplo, sin que esto signifique que la historia llegara a su fin, que no existan las clases sociales o que el capitalismo pueda ser derrotado con un giro lingüístico.
Lo que significa es que hay factores como el desarrollo tecnológico, la complejidad de la división del trabajo, los nuevos ropajes de explotación o los cambios en la estratificaciónsocial derivados del llamado Estado de bienestar ineludibles para entender que la clase obrera vende su fuerza de trabajo de diversas formas, tiene múltiples estéticas y diferentes culturas políticas. Tampoco podemos olvidar que la agudización de las contradicciones del capitalismo conlleva un aumento inevitable de quienes viven de su trabajo y sufren las consecuencias de la crisis. Es aquí donde adquiere mayor sentido hablar de «clase trabajadora y sectores populares» y pensar en clave de bloque político y social y bloque histórico.
Más adelante vino otro falso dilema a la hora de concretar cómo mejorar nuestra relación con quienes son golpeados con más dureza por la crisis, esta vez en torno al discurso. Cuanto más se desatendían los factores sociales, culturales e ideológicos más se analizaba a la clase obrera desde posiciones morales, lo que llevaba a una apuesta lógica por la mimetización con lo existente. Desde una especie de admiración crítica hacia los populismos de extrema derecha la solución parecía evidente: debemos amoldar el discurso a las condiciones subjetivas actualesentroncándolo con las cuestiones materiales y obviando las cuestiones «secundarias» (hablamos de la inmigración, el feminismo o el ecologismo) que nos impiden ser mayoría. Esa fue una de las lecturas que se hicieron de los éxitos de Trump o Le Pen, entre otros.
Así, la tarea parecía sencilla: para llegar a la clase obrera debemos decir lo que dice la clase obrera. Por otro lado, la contrapartida izquierdista partía del rechazo radical al «populismo posmoderno» y concretamente a la centralidad taumatúrgica del discurso, pero acababa proponiendo un ¿regreso? a un discurso materialista relegando a las cuestiones secundarias al lugar del que nunca debieron salir. Así, la tarea era igual de sencilla: para llegar a la clase obrera debemos apelar a ella y a sus condiciones materiales el máximo número de veces posible sin perder el tiempo en otras «vaguedades».
Sin embargo, una posición «centrada» (marxista) entendería que la mera interpelación a las condiciones materiales de la clase obrera no determina ese proceso de toma de conciencia de «clase en sí» en «clase para sí», se haga desde una posición más derechista (rebajando el discurso y soltando el lastre de las cuestiones secundarias o no ganadoras) o más izquierdista (desde la ortodoxia retórica y simbólica). El ascenso del fascismo en los años treinta o el comportamiento político de los más vulnerables son una prueba más que evidente de que ese proceso de «catarsis» es mucho más complejo. Tanto es así que el determinismo economicista fue incapaz de ofrecer una sola respuesta en condiciones, con las consecuencias históricas que ello conllevó. De la misma manera, quienes a día de hoy no logran desprenderse de sus restos nocivos no tienen más propuesta que ofrecer la contrapartida de aquello que critican con ferocidad: frente a un discurso «blando» de identidades «yupis», un discurso «duro» que, mucho me temo, convierte la identidad de la clase trabajadora en una caricatura incapaz de recoger su complejidad.
Las opciones que en el fondo apuestan por la mimetización con lo existente o imitar a los populismos de extrema derecha «pero desde la izquierda» sólo pueden partir de una lectura mutilada y desnaturalizada de Gramsci. Debemos conectar con el «sentido común» existente, pero para elevarlo en la construcción de una visión del mundo propia de quienes formamos el bloque histórico de cambio. Asumir el marco de los populismos de extrema derecha es una excelente manera de ponérsela botando, pues es más que evidente que juegan con ventaja respecto a la izquierda. En esta pugna las políticas de la diversidad suponen un dique de contención a la expansión de dichos populismos: afortunadamente todavía no es tan fácil en algunos países como España explicar un proyecto para las víctimas de la crisis y la globalización desde el machismo o el racismo explícitos, por poner dos ejemplos. Renunciar a dar la batalla en lo que desde distintas perspectivas podrían considerarse «marcos perdedores», bien por su escaso apoyo o bien por tratarse de cuestiones secundarias, sería un suicidio poco honorable.
El falso dilema que subyace en el trasfondo del debate conduce a un callejón sin salida. Por un lado, es cierto que la mera agregación de demandas e identidades no puede erigirse en un proyecto nítidamente transformador por las limitaciones inherentes de la estrategia populista-laclausiana. Sin embargo, esta crítica (que merecería un artículo aparte) no debería llevarnos a una reducción de la diversidad y de las políticas de la identidad que a su vez nos llevaría a una contraposición de éstas con «lo material». No podemos olvidar que más allá de los disparates reales resultantes de la fragmentación, en realidad también estamos hablando de cuestiones como el feminismo o el ecologismo.
Aunque exista un nítido anclaje material detrás de ambas, una mala interpretación de la crítica a la diversidad haría que la «contradicción principal» las acabara desplazando incluso de manera inconsciente. Y es que cuando a un conflicto le otorgas una categoría principal significa que a otros de manera indirecta le otorgas una categoría secundaria. Los datos sobre el drama que viven las mujeres o sobre la escasez de los recursos naturales –y su distribución– son tan evidentes que entrar en ellos parecería un ejercicio de demagogia. ¿O acaso se puede hablar del eje de clase y de «lo material» sin analizar y advertir que una en una nueva sociedad socialista no todos podríamos tener un coche o que esa nueva sociedad requeriría un nuevo reparto del trabajo del hogar y de los cuidados?
Debemos hacer un análisis certero del mundo actual y de sus complejidades. La diversidad es una expresión de éstas. La tarea de la izquierda consiste en última instancia en la creación de un nuevo sentido común que se concrete en una visión del mundo, de la vida y de las cosas. Para ello, debemos elevar las distintas luchas y reivindicaciones: del plano individual al corporativo y del corporativo a una visión más amplia (y política) de bloque para, por último, desarrollar una cultura –en sentido amplio– propia.
Por lo tanto, nuestra tarea no es redactar una lista con las contradicciones y los conflictos más importantes ordenados de mayor a menor, sino buscar las maneras de unir los distintos conflictos que son una manifestación más explícita de la contradicción trabajo/capital (los laborales, por ejemplo) con todos los demás: luchar por mantener el puesto de trabajo es importante, pero también lo es la lucha contra un poder judicial machista. La separación mecánica y artificial entre «lo material» y lo cultural sólo puede generar la conversión de lo «lo material» (la «cuestión de clase») en otra identidad más a disputar discursivamente, es decir en otra pieza más del puzle posmoderno. Y nuestra tarea debe ser precisamente la contraria: la unificación de todas las luchas.
Precisamente el movimiento feminista en los últimos meses nos ha brindado el mejor ejemplo de cómo elevar la política al plano «hegemónico». Mientras la izquierda política y sindical no suele pasar de propuestas programáticas, porcentajes de presupuestos o leyes concretas, las mujeres empezaron a construir una nueva visión del mundo y de la vida. Intentar medir ese trabajo en términos electorales o legislativos sería incidir en los errores históricos del institucionalismo. Recuerdo con tristeza las críticas izquierdistas al movimiento feminista por «burgués» o «transversal». De nuevo, un movimiento real valió más que cien programas… y que cien proclamas de retórica ortodoxa y, en este caso, obrerista.
Cuando renunciamos al choque frontal con «el Estado» por razones obvias, apostamos por la expansión política y el intento permanente de conquistar posiciones dentro de la sociedad civil. Lo que antaño se definía desde posiciones marxistas como proyecto «nacional-popular» consistía, entre otras cosas, en la asunción de nuestra responsabilidad ante «los problemas generales» del país. Hoy no basta con buscar una alianza de clase entre el proletariado urbano y el campesinado pobre y dotarlo de una propuesta territorial entre el norte y el sur o entre el centro y las periferias. Hoy las contradicciones y los conflictos son infinitamente más diversos. Nos guste o no. Sólo reconociendo la complejidad y las particularidades «nacionales» podremos construir un proyecto de país. Entender la política como un catálogo de distintas demandas es un error que no puede ser subsanado con un supuesto regreso a las raíces materiales a través de un obrerismo tosco del que parece desprenderse una única –y paradójica– propuesta: un discurso más duro centrado en una visión muy reduccionista de «lo material».
Artículo publicado en Cuarto Poder: https://www.cuartopoder.es/amp/ideas/opinion/2018/07/11/trampa-de-la-diversidad-clase-trabajadora-izquierda-unida/?__twitter_impression=true

jueves, 10 de mayo de 2018

La izquierda y el orden


Artículo publicado el 26/04/2018 en: http://www.elindependientedegranada.es/politica/izquierda-orden
El concepto de orden ha estado alejado del cuerpo teórico de la izquierda y de sus respectivos debates al menos desde las últimas décadas. Tanto es así que genera un rechazo automático, y lo cierto es que hay razones comprensibles para ello. Una especialmente importante tiene que ver con el papel de oposición crítica al que quedó relegada la izquierda tras la desaparición del socialismo como alternativa en el imaginario colectivo de las clases trabajadoras. De manera injustamente resumida, o fue integrada en su intento de gestión moderadamente diferenciada (con relativo margen de maniobra en los ciclos económicos expansivos) o quedó arrinconada en una autocomplaciente posición de mero azote moral contra las injusticias y los excesos del sistema.
Cuando Íñigo Errejón volvió a la primera línea política lo hizo con el concepto de orden como la clave de bóveda de su estrategia. Estas últimas semanas se han producido debates interesantes pero que, en su mayoría, no iban más allá de la adhesión a dicha estrategia o de las reticencias a un concepto sentido como ajeno. Sin embargo, el estudio del concepto de orden desde la izquierda ni es un invento innovador de Errejón ni tiene una lectura unívoca, en este caso desde una posición populista (laclausiana).
Recordemos que Manuel Sacristán, probablemente el marxista español de mayor fuste y uno de los grandes estudiosos de Gramsci, tituló la biografía del maltrecho sardo El orden y el tiempo. Baste con acudir al título del periódico en torno al cual se organizaría posteriormente el núcleo dirigente italiano: El Orden Nuevo. A un siglo de su fundación, sorprende el escándalo en torno a dicho concepto, más allá de las lecturas y de las propuestas que de él se saquen.
Partimos de un análisis obvio. En los estados desarrollados no es posible realizar choques frontales como los que dieron lugar a las imágenes más épicas de las revoluciones del siglo pasado, con la toma del Palacio de Invierno como máximo exponente. Los estados son mucho más sólidos y por lo tanto más resistentes a las grandes crisis, sean económicas o de cualquier tipo. Dicho de otra manera: salvo que se produzca un cataclismo nuclear o una guerra mundial que devaste el planeta, no se producirá algo parecido a una revolución que organice un orden nuevo desde cero (sin contradicciones). Todo orden nuevo empieza a construirse dentro del viejo orden y además con el material que el capitalismo nos deja por herencia, no con el que a nosotros nos gustaría. Hay un hilo rojo izquierdista que une esta incomprensión, de las reticencias bordigianas hacia los consejos de fábrica a la desconfianza con el movimiento feminista pasando por el 15M.
El error del izquierdismo estriba en una visión teleológica de los tiempos históricos que en última instancia se traduce en la inhibición del movimiento real y en el desprecio por las luchas concretas y los objetivos intermedios. Y lo más importante: en un análisis muy restringido del Estado. Un Estado capitalista desarrollado no es solo el conjunto de instituciones políticas, administrativas y coercitivas, también es el conjunto de la sociedad civil que abarca todos los espacios en los cuales se reproduce consenso (la visión del mundo y de «las cosas») desde la perspectiva de los que mandan, casi siempre de manera falsamente «neutral». En estas condiciones, solo cabe la posibilidad de ir penetrando trabajosamente en todos los espacios ocupados por el adversario, tejiendo amplias alianzas y elevando las reivindicaciones corporativas a un plano «universal».
Lejos de lo que pudiera parecer a simple vista, el izquierdismo comparte varios errores con los la socialdemocracia y el populismo de izquierdas, y quizá el más importante tenga que ver con el análisis del Estado. Por una parte, el primero entiende el Estado únicamente como la «sociedad política» (el conjunto de instituciones políticas, administrativas y coercitivas), por lo que cree que el Estado «se toma» o incluso «se coge» como si fuera una cosa. Por otra parte, la socialdemocracia y el populismo hacen una distinción mecánica de la sociedad política y la sociedad civil, lo que provoca entre otras cosas la ruptura con el amarre de clase. Ambas lecturas impiden dar la batalla integral en todos los frentes, ya que el Estado (y el «poder») es la relación dialéctica, compleja y a veces contradictoria de la sociedad política y la sociedad civil: una correlación de fuerzas y poderes dispersos (sin que esto reste importancia al poder del capital financiero, por poner un ejemplo).
Por un lado, sin las reservas suficientes de consenso en la sociedad civil cualquier intento de «tomar el Estado» en un choque frontal (guerra de maniobras) sería un ridículo suicidio. Por otro, volcar todos los esfuerzos únicamente en la conquista de las instituciones supondría el inicio de un camino  hacia la integración que mencionábamos al principio, con independencia de la beligerancia retórica con la que se recorra dicho camino. La imprescindible conquista de las instituciones será insuficiente si no va acompañada de la conquista de espacios de la sociedad civil en el más amplio de los sentidos, máxime en un contexto de vaciamiento de soberanía en aras de las instituciones supranacionales y del capital internacional.
La imprescindible lucha por las instituciones debe ir acompañada de la articulación de sociedad civil: alianzas sociales, organización del conflicto, construcción de comunidad y de espacios de socialización propios, elevación del sentido común y una lista formidable de tareas ineludibles para ir construyendo un orden nuevo. Si estas tareas se eluden, ese equilibrio  dialéctico entre un pie dentro y otro fuera del viejo orden acaba decantándose hacia la integración, que en la metáfora del propio Errejón en el prólogo a Contra el elitismo. Gramsci: Manual de uso de Sánchez y Laurrauri, significaría tener los dos pies dentro.
Se puede hablar de orden desde distintas perspectivas estratégicas. La visión más gramsciana tiene que ver con el concepto de guerra de posiciones: una visión de la política como lucha permanente por la hegemonía y por tanto de la necesidad de la expansión política por toda la sociedad, aunando todos los problemas generales del bloque social amplio y elevando sus intereses en «universales». Partiendo del análisis más complejo del Estado, se trataría de ir construyendo un nuevo orden alternativo: el bosquejo de la nueva sociedad que queremos, asumiendo las contradicciones inherentes pero protegiéndonos permanentemente ante el riesgo de mimetización con lo existente. Como casi todo, no se trata principalmente de una cuestión de voluntad, sino de la existencia de contrapesos sociales. Algunas experiencias institucionales sirven de ejemplo.
Por otra parte, puede existir la tentación de entender el orden como el remedio ante los excesos del sistema, entendidos como desórdenes originados por una mala gestión. Desde esta perspectiva, se trataría de una restauración hacia el orden primigenio que, esta vez sí, desde una buena gestión garantizaría los derechos políticos, económicos, democráticos y sociales para la mayoría. Sin embargo, esta tentación debería tener en cuenta algunos aspectos importantes como por ejemplo las limitaciones de las instituciones (entre otras cuestiones por su naturaleza de clase) o la debilidad de éstas ante la superación de un pacto constitucional que no volverá. Las oligarquías lo entendieron perfectamente e iniciaron su proceso de cambio por arriba hacia un nuevo país más reaccionario. Aspirar al regreso a una etapa superada, además de un ejercicio poco dialéctico sería una buena manera de caer en la nostalgia paralizante. Por ello, la construcción de un orden nuevo solo se puede impulsar desde una perspectiva nítidamente constituyente.

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