Hace unos días los chicos de La Trivial
reprodujeron la traducción castellana de la entrevista a Íñigo Errejón
publicada en Le Vent Se Lève. El
dirigente madrileño solo se suelta, al menos últimamente, cuando sale de
España. Esto podría ser un síntoma de al menos dos factores, a saber, la falta
de espacios amplios y estimulantes para el debate y la fase de
institucionalización del conflicto y de «lo político» en general en la que se
encuentra sumido el escenario político español. Lo cierto es que estos dos
factores guardan una relación lógica: si la política gira de manera
prácticamente exclusiva en torno al ámbito institucional, los debates más
profundos en clave estratégica no tienen hueco. Y no por una cuestión de
voluntad, sino por la dinámica inherente del institucionalismo. Así, las
reflexiones de calado se tornan imprescindibles con independencia de que el grado
de acuerdo con éstas sea alto, bajo o nulo.
A raíz de dicha entrevista, se generó
un reducido pero siempre interesante debate en las redes sociales en torno a la
construcción del pueblo. Animado por dicho debate y la reciente lectura de ¿Una política sin clases? El post-marxismo y
su legado (Ediciones RyR, 2013) de Meiksins Wood y de La palabra H. Peripecias de la hegemonía (Akal, 2018) de Perry Anderson,
me gustaría compartir la siguiente reflexión. Tan solo se trata de un
sobrevuelo general y vago alrededor de algunas cuestiones planteados por el
populismo.
Del determinismo a la disolución
El determinismo fue uno de los lastres
más nocivos del marxismo, y mucho me temo que todavía estamos lejos de
desprendernos de todos sus restos. Su expresión como visión teleológica de la
historia fue felizmente derrotada por los bolcheviques y la revolución rusa,
aunque solo temporalmente. Lejos de lo que apuntaban los cánones, la revolución
triunfó en un país semifeudal con apenas un capitalismo incipiente y una clase
obrera minoritaria. Lenin rompió los esquemas del marxismo ortodoxo y, como
siempre, el debate fue resuelto en la praxis. La revolución rusa, más que una
revolución «contra El Capital», fue una revolución contra la lectura
restringida de un Marx que siempre fue más flexible y lúcido que sus seguidores
(como reflejan las cartas a Vera Zasúlich y al director de “Otiechéstvennie
Zapiski”). Tan solo un par de años más tarde, las derrotas de las revoluciones
alemana y húngara y del bienio rojo italiano confirmaban de manera dolorosa que
el desarrollo de las fuerzas productivas y la agudización de las
contradicciones del capitalismo no conducen de manera inexorable al socialismo.
El nazifascismo acabaría dando buena prueba de ello.
Hay otra manifestación del determinismo
de plena actualidad, y es aquella que nace de la mala traducción marxista que
afirma que «las condiciones materiales determinan la conciencia». Acogernos a
esta idea sería, sin ir más lejos, obviar la práctica totalidad de la obra del
propio Marx y tendría como consecuencia nefasta la reducción del proceso
político. Si las condiciones materiales determinan la conciencia, el papel de
la organización política quedaría reducido básicamente a organizar a la clase
obrera existente, obviando la necesidad de la pedagogía política para elevar la
conciencia y construir una cultura emancipadora. Esto puede tener dos
consecuencias igual de negativas. La primera parte de la advertencia leninista
de la necesidad de hacer política con el material que heredamos del
capitalismo, pero desde la renuncia a construir algo nuevo y el inevitable
amoldamiento a lo existente. La segunda parte, por el contrario, de una
posición izquierdista, al intentar dar un salto sin atender la relación
dialéctica entre condiciones subjetivas y objetivas del momento concreto,
desatendiendo la advertencia leninista respecto, por ejemplo, al campesinado: llevar
las ideas comunistas al campo sería absurdo incluso tras seis años de
revolución triunfante. Lo que viene siendo, en cualquiera de los casos, aquello
de hacer un pan como unas hostias.
Los «sujetos»
se construyen mediante procesos políticos, ideológicos y culturales que hacen
posible el famoso proceso de catarsis de «clase en sí» en «clase para sí». No son
el mero reflejo de determinadas relaciones sociales o de las condiciones
económicas de éstas. Todos conocemos a trabajadores con posicionamientos
políticos que son, en términos «objetivos», incoherentes y dañinos con sus
propios intereses. De la misma manera, vemos cómo el empobrecimiento de las
condiciones materiales de vida no conlleva un proceso paralelo de
concienciación. La ideología –en sentido amplio– no guarda una relación
mecánica con las condiciones materiales como si fuera un vestido sobre un
cuerpo o la sombra que proyecta ese mismo cuerpo. No es una mera falsa
conciencia, una venda en los ojos, sino algo más profundo: una visión del
mundo.
Es
cierto que las relaciones sociales y las condiciones materiales, así como su
constante apelación, no construyen sujetos de manera mecánica. Ahora bien, no
menos cierto es que sin atender las relaciones sociales y todo lo que ello
conlleva no hay sujeto posible. Digámoslo así: la clase (entendida como la
posición objetiva en las relaciones de producción) no es garantía de que haya
sujeto, pero sin clase no hay sujeto. Es en el conflicto donde surge la propia
clase como tal, de ahí que el trabajador que experimenta una lucha política de
este tipo después de ella sea «otro», y de ahí el error de enfocar y medir las luchas
únicamente pensando en sus resultados tangibles.
Los populistas parten de una acertada
crítica del determinismo y del «reduccionismo de clase» pero cometen el error,
a mi juicio, de pasar de las simplificaciones que critican a sus opuestas, burlando
el inmenso acervo teórico-político del marxismo original al que pertenece, por
ejemplo, el propio Gramsci, tan presente entre los populistas. Así, Íñigo Errejón
utiliza una dicotomía falaz que sintetiza en el prólogo de Contra el elitismo. Gramsci: manual de eso (Ariel, 2018) de Maite
Larrauri y Dolores Sánchez. Estaríamos obligados a escoger entre el
determinismo economicista y la estrategia de la hegemonía pero entendida desde
una perspectiva populista. Sin embargo, la superación del economicismo no nos obliga a romper con el
análisis de las relaciones sociales desde una perspectiva (marxista) de clase.
Éste sigue siendo imprescindible tanto para entender los procesos políticos
como para armar un proyecto transformador. Renunciar a él partiendo de una
crítica justificada al economicismo sería caer en otra simplificación: la
disolución de la realidad social de cualquier amarre socioeconómico.
¿Quién es pueblo?
Desde la izquierda se suele criticar el
concepto de pueblo por «interclasista». Sin embargo, esta es una crítica vaga,
pues todos los «bloques históricos» de todas las revoluciones socialistas han
sido interclasistas en sentido estricto, con un papel fundamental del
campesinado. La obra y la praxis del propio Gramsci están atravesadas por el
intento de articular una alianza entre la clase obrera industrial y el
campesinado, imprescindible como puso de manifiesto la derrota consejista. De
la misma manera, el italiano desarrolla el concepto de bloque histórico desde
un análisis de clase de los bloques dominantes, con especial detenimiento en el
Risorgimento. Es aquí donde se manifiesta una de las grandes limitaciones del
populismo: la indefinición del sujeto, en este caso del pueblo.
Al romper con cualquier amarre
socioeconómico la realidad social ya no está compuesta por clases sociales en
disputa, sino por una masa amorfa a disputar y a construir a través del
discurso. Esto acaba produciendo una especie de tablero abstracto en el que es
imposible definir quiénes son o deberían ser el pueblo: ¿los peones, las
torres, todas las piezas de un mismo color? En la izquierda debemos entender que la construcción de
un proyecto político es más complejo que antaño, pues entre otras cosas la
«cuestión de clase» ya no consiste simplemente en la alianza entre la clase
obrera fabril y el campesinado pobre. Sin embargo, la complejidad social en
general y de la clase obrera en particular no puede servir de coartada para
pasar, de nuevo, a su simplificación opuesta.
Lógicamente,
para los teóricos del populismo la indefinición no es una traba sino una
virtud. Y lo cierto es que temporalmente es fácil que así sea, pues al no haber
relación entre significados y referentes todo es accesorio, circunstancial, de
ahí que un mismo discurso pueda ser desarrollado desde posiciones radicalmente
contrarias y con objetivos radicalmente opuestos.
¿Quién «construye» el pueblo?
Esta es quizá la pregunta más peliaguda.
Teniendo en cuenta que el pueblo es una masa indefinida, no «preestablecida» de
antemano, no queda más remedio que construirlo desde arriba. Lo que no queda
tan claro es quién es el sujeto «articulante»: ¿todos, nadie, un grupo selecto
de personas inteligentes, una vanguardia? Difícil esto último si tenemos en
cuenta que no existen las clases o, en el mejor de los casos, su existencia no
representa ni mucho menos la centralidad de la contienda política. Sea como
fuere, la construcción del pueblo desde arriba difícilmente puede desprenderse
de connotaciones elitistas.
Este es uno de los puntos donde se
puede apreciar con más nitidez la ruptura del populismo con Gramsci (recordemos
el título del libro prologada por Íñigo Errejón). Para el italiano, los
intelectuales orgánicos debían surgir de la clase trabajadora y mantenerse en
contacto permanente con ella. De la misma manera, la propia organización
política como «intelectual colectivo» debía acabar con la separación entre
dirigentes-sabios y dirigidos-sencillos tan típica de las organizaciones
eclesiásticas. Y, quizá más importante, era la propia clase trabajadora la que
debía convertirse en dirigente a través de la auto-organización y la democracia
participativa. Tiene sentido, pues la conexión con el sentido común existente
era imprescindible, pero para elevarlo en la construcción de una cultura y de
una visión del mundo propias. Solo así
las clases subalternas dejarían de serlo, lo que implicaba la extensión
política desde el asentamiento en la cotidianidad de toda la sociedad civil.
La construcción del pueblo solo puede
entenderse desde el idealismo, en este caso discursivo. Si antes era Dios (la
idea) el que creaba al hombre (la materia), ahora es el discurso el que crea al
sujeto. Desde esta perspectiva, sería imposible entender el desarrollo de la
historia, de las revoluciones y de prácticamente cualquier proceso
político. ¿O acaso la historia es la
historia de la lucha de discursos?
Otras implicaciones de romper con los análisis de clase
Todas las reflexiones teóricas tienen
implicaciones políticas prácticas y concretas. Hay que recordarlo especialmente
en aquellos momentos en los que las reflexiones profundas o son despreciadas o
simplemente no son tenidas en cuenta. Las propuestas en torno a la construcción
del pueblo tienen sentido porque están enmarcadas en análisis más amplios que,
a su vez, tienen diversas consecuencias. Por cuestiones de tiempo y espacio tan
solo me referiré brevemente a las relacionadas con la hegemonía y el Estado.
La ruptura con el análisis materialista
tiene su traducción coherente no solo en lo relacionado con la construcción del
pueblo. Antes hablábamos de la disolución de realidad social en una especie de
tablero abstracto a disputar discursivamente. Esto tiene sentido partiendo de
una autonomía prácticamente total de lo político y de lo ideológico que obvia
cuestiones de raíz ineludibles. Valga la simplificación: ¿cómo se puede
derrotar a un poder materialmente constituido en más de 8.000 pueblos a través,
por ejemplo, de redes clientelares? El discurso y la comunicación merecen un
estudio minucioso, así como todo lo relacionado con el proceso
mediático-ideológico-cultural. Sin embargo, no se pueden obviar la naturaleza
de clase y la importancia de los anclajes materiales del Estado. Si se cayera
en este error, el choque contra un muro férreo solo generaría desmoralización y
una dinámica imparable de adaptación a lo que hay: nunca seríamos lo
suficientemente parecidos al pueblo o incluso a sus representantes exitosos.
Por una parte, se hace una lectura
restringida del propio concepto de Estado, simplificándolo como el conjunto de
instituciones. Así pues, sería una cosa o más bien un conjunto de cosas. El
izquierdismo parte de un análisis parecido, pero al asumir su intrínseca
naturaleza de clase opta por «tomarlo» y destruirlo. El populismo, por otra
parte, desatiende su naturaleza de clase y lo dota de una cierta neutralidad,
por lo que el objetivo es tomarlo y ponerlo –ésta vez ya sí– al servicio del
pueblo. Por una parte, el primero olvida que el Estado también es el complejo
descentralizado y difuso que conforma la sociedad civil y, por otra, el segundo
incurre en una lógica institucionalista.
No es casualidad que el populismo caiga
en errores muy parecidos a los cometidos por el eurocomunismo en los años
sesenta. En el fondo se encuentra una visión tamizada del concepto de
hegemonía. Ésta ya no sería tanto una relación dialéctica entre el
consentimiento y la coerción con un anclaje económico como la capacidad para
conquistar consenso. Si el eurocomunismo volvía a una versión renovada del gradualismo
reformista encerrando la hegemonía en la dimensión institucionalista, el
populismo hace lo propio en la dimensión discursiva con similares fines
institucionalistas. La hegemonía queda reducida a consenso y éste se mide en clave
electoral e institucional, por lo que el objetivo es aumentar la cuota
institucional y lo demás se convierte en un lastre del que desprenderse.
La ruptura con el análisis materialista
que da coherencia a lo demás se produce precisamente aquí, en una visión
determinada del concepto de hegemonía que armoniza estratégicamente la
propuesta populista. Sin embargo, podemos afirmar sin vacilación de ninguna
índole que dicha visión no es en absoluto una «evolución natural» de aquel dirigente
comunista italiano que hacía de la verdad toda una propuesta política, más
tarde sintetizada por Manuel Sacristán como la coherencia entre el decir y el
hacer.