Uno va al cine a ver la película
anual de Woody Allen como va el
vecino de Huelin a ver a la Virgen del Carmen. Es casi un ritual. Y lo cierto
es que pocas veces decepciona. Con Café society
parece que ha recuperado a una parte de la crítica que se ha ido quedando atrás
con la inevitable falta de frescura del octogenario neoyorquino. A veces lo
mejor para contar algo complejo es hacerlo a través de una historia sencilla. Y
ésta, sencilla es, porque el trasfondo es tan viejo como el comer: cómo, en una
sociedad en la que se han mercantilizado todos los espacios, las condiciones
económicas y materiales influyen hasta en nuestras relaciones. A algo parecido
a esto se refería Javier Egea cuando
afirmaba que el amor era imposible en un sistema imposible, y sobre esto
escribe Felipe Alcaraz en su nueva
novela, La torre y las mujeres.
Sin embargo, y a pesar de que me gustó, no fue hasta que escuché A lo mejor, el segundo adelanto de Ansia viva, el disco de Dellafuente, cuando volví a reflexionar sobre ello. Ambas, la película y la canción, van sobre lo mismo, pero desde una perspectiva social distinta, con lo que ello conlleva: códigos y lenguaje diferentes: “El banco llamando a la puerta, dice que está a cero la cuenta/ mi hermano que no me contesta, se iba a matarse por mierda/ el día de cobro que no llega, y se va vaciando la nevera/ otra semana más que no comemos por ahí fuera”.
Cuando Dellafuente y Maka sacaron La vida es (“… y su niño con
la cara triste, otro año sin ir a EuroDisney”) convirtieron en estériles los
debates entre Supersubmarina y Los Chikos del Maíz o entre Coldplay y Bruce Springsteen. Un apunte musical: la música del barrio siempre
será el flamenco, como bien reconocen los Estopa,
por mucho que les guste el rap o la rumba catalana. No es una cuestión
estrictamente musical, como tampoco debería ser una cuestión de estilo o tono:
¿A quiénes te diriges? Ésa siempre será la primera pregunta. No es tan fácil de
responder como parecería a priori, de ahí el extenso material de debate
producido en los últimos años principalmente alrededor del clase obrera vs precariado. En el fondo es el debate que se esconde
tras las veleidades intelectuales de unos y otros.
Lo que nos ha mostrado tercamente
este ciclo político, cuyo broche puede ponerse en diciembre, son los límites de
la hipótesis populista. Basta con ver ahora, con perspectiva, el documental Política, manual de instrucciones de Fernando León. El sujeto de cambio de
dicha hipótesis, a saber, la autodenominada clase media venida a menos que vio
mermada sus aspiraciones sociales, ha resultado insuficiente: una parte se fue
tan rápido como vino al ver el esperpéntico juego de tronos parlamentario, y
otra parte puede acabar haciendo lo propio como resultado de unas aspiraciones
políticas no satisfechas. La indefinición impide un arraigo ideológico, un vínculo
político sólido. Galicia nos enseña qué significa luchar contra un poder
enorme, que no es solo económico (en forma de redes clientelares y corruptelas
varias) sino también ideológico (al que la indefinición no le hace ni un leve
arañazo), con cuatro eslóganes y un giro lingüístico. No es suficiente.
“Y ahora dicen: estamos en crisis. Pero eso bien lo sabe Dios/ que en
crisis llevamos desde que la guapa de mi mae me parió”. Efectivamente, dentro
de la mayoría social golpeada por la crisis, necesariamente interclasista,
existen quienes no tienen carreras, quienes no se quejan por tener que trabajar
de camareros, quienes no leen a Laclau
ni ven películas de Tarkovski. Están
menos politizados y se dedican a sobrevivir; ya lo dijo Brecht: primero está el
zampar, luego viene la moral. Pero tienen algo bueno. Nada, un detalle sin importancia:
son la mayoría. Hay dos maneras de dirigirse a ella. La primera es de manera
paternalista, desde arriba (mirar desde arriba no es mirar). La segunda es de
manera horizontal, mirando a los ojos y creando contrapoder social. La primera
obvia las correlaciones de fuerzas y convierte la política en un gigantesco
plató electoral; la segunda es consciente de que salvo el poder todo es
ilusión. La primera quiere representar a la gente, la segunda ser gente. Éste y
no otro es el debate entre Íñigo Errejón
y Pablo Iglesias. Uno que podría
entonar el yo ya lo dije con toda la legitimidad del mundo es Alberto Garzón.