Hay puestos sobre la mesa de lo que
podríamos llamar “izquierda transformadora” varios debates, quizá el más destacado
al menos en los últimos días es el de la imperiosa unidad de la izquierda. Nos encontramos a escasos meses de una
sucesión de procesos electorales que concluirá con las elecciones generales de
2015. Aun partiendo de que el objetivo no es gobernar sino transformar y de que gobierno y poder son dos cosas
distintas, pues en realidad Rajoy solo es un capataz de la oligarquía
financiera realmente dominante, no son unas elecciones más. Podríamos
aprovechar las europeas para explicar el nudo gordiano que significa esta Unión
Europea, representada de manera fidedigna en la figura de Mario Draghi, para
los pueblos europeos con especial saña con los del sur; las municipales para
profundizar en la construcción de poder popular, no solo en la teoría, que
también, sino (y sobre todo) en la práctica, pueblo a pueblo y barrio a barrio;
y las generales para poner encima de la mesa nuestro proyecto de país
atravesado por dos cuestiones fundamentales como son la conquista de la
democracia y la soberanía, en el sentido más profundo de ambos términos. Hacer
pedagogía elevando la conciencia de los sectores populares golpeados por la
crisis para que éstos no señalen los excesos del sistema sino el propio sistema,
es una tarea mucho más profunda –y por supuesto revolucionaria- que conseguir
unas décimas más de votos. Y lo dice alguien que se presenta a las elecciones. Pero
es que tienen razón quienes dicen que esto no se arregla cambiando de manijero,
es decir, que sin un pueblo consciente, organizado y dispuesto a dar la
batalla, entrar en disputas sobre elecciones de candidatos nos puede perder en
el vacuo electoralismo y poco más.
Y aun partiendo de esto, no son
unas elecciones más. No lo son porque a pesar de todas las limitaciones del institucionalismo
(burgués, hay que decirlo) podemos aprovechar la ocasión para mandar un mensaje
a toda la gente que sufre, que no es poca: no estamos condenados a que nos
gobiernen siempre los mismos, hay alternativa; sí se puede. Sin programa no hay
proyecto, pero sin ilusión tampoco hay proyecto y el programa se reduce a una
especie de carné de identidad, que no es poco pero sí insuficiente para cambiar
el estado actual de cosas. En este sentido, que el bipartidismo (vocero y
representante de la oligarquía financiera anteriormente mencionada) saliera
indemne se traduciría en más desmoralización de la mayoría social que a pesar
de no tener un arraigo ideológico sólido apuesta por un cambio. Si la llamada izquierda transformadora no es capaz de catalizar
la indignación de esa mayoría en forma de ruptura democrática, será la extrema
derecha quien lo haga apelando a un sentimiento más primario y a priori más
efectivo: el miedo. Un miedo que se transforma en odio pero que no apunta hacia
los de arriba, sino hacia los de al lado y los de abajo. Una buena definición
sociológica del fascismo es el miedo del penúltimo al último. Una organización
revolucionaria o transformadora nunca puede ser rehén de las prisas y perder el
norte de su estrategia, pero eso no impide ser conscientes del momento de
emergencia que vivimos. Como decía Gramsci, existe la tentación de que, al no
tener la iniciativa en la lucha y acumular demasiadas derrotas, apelemos al determinismo histórico como fuerza
de resistencia moral: “He sido vencido
momentáneamente, pero la fuerza de las cosas trabaja para mí y a la larga…”.
Se nos plantea ante nosotros la
gran pregunta, imposible de abarcar en estas líneas: ¿Qué hacer? A este
respecto solo pretendo aportar una breve reflexión. Los términos izquierda y
derecha tienen su origen en la Revolución Francesa, y más concretamente en la
Asamblea Nacional. En ésta los progresistas y los revolucionarios que defendían
al pueblo llano se sentaban en la
izquierda y los conservadores y los reaccionarios que defendían a los
privilegiados se sentaban en la derecha. No hablamos de términos científicos aunque
en muchos casos han conseguido representar nuestro discurso, sin olvidar que
las palabras son metáforas para explicarlo (en nuestro caso la contradicción de
clase capital/trabajo) y llegar a la gente con la que aspiramos a construir el
proyecto de República democrática y social. Aquí está la clave. ¿Aspiramos a
unir a esa magnífica pero minoritaria militancia que lleva toda su vida
dejándose la piel y con suerte sumar a los votantes
de izquierdas del PSOE, o aspiramos a ser mayoría? En el primer caso basta
aquello de “parar a la derecha”, identificando ésta únicamente con el PP y
legitimando así el sistema de partidos bipartidista cuya magia consiste en
presentar dos opciones distintas, una de izquierdas y otra de derechas. Una
pena que eso signifique, a mi juicio, seguir siendo por los siglos de los
siglos la izquierda real y decente condenada a la marginalidad, o
simplemente a la impotencia de no poder dar el ansiado sorpasso y romper el bipartidismo. Por otra parte, podemos asumir
el reto de intentar constituirnos como mayoría, lo que significaría no solo
aspirar al universitario con camisa de cuadros que se situaría perfectamente en
los parámetros de la izquierda, sino aspirar también a esa mayoría social fragmentada
y presa en muchos casos de la ideología antipolítica reaccionaria; hablo de
amas de casa, de obreros que votaron al PP porque se sintieron traicionados por
la izquierda, de jóvenes indignados
que se abstendrán porque creen que todos son iguales y, en resumen, de una
cantidad nada desdeñable de personas descontentas con sensibilidad de cambio pero
con una confusión ideológica digna de estos tiempos líquidos.
Son tiempos de alianzas, qué duda
cabe. Ahora bien, si renunciamos a concienciar y a organizar a una buena parte
de la clase obrera que hoy en día no está con nosotros, tenemos poco que hacer.
Unificar a la izquierda transformadora, a sus intelectuales y a la parte concienciada de eso que los liberales
llaman clase media, está muy bien y
es necesario. Pero sin una mayoría articulada en torno a los que mejor sufren
la explotación del sistema dada su posición respecto al proceso productivo, efectivamente,
tenemos poco que hacer.