Federico Jiménez Losantos es un personaje caricaturesco que, a pesar de la lista nada desdeñable de imputaciones por delitos de odio que debería recaer sobre sus espaldas, debe ser tenido en cuenta. El principal –y único– motivo es su libertino olfato político que hace de él una especie de termómetro imprescindible para ir tomando nota de los movimientos que se producen dentro de la derecha. A día de hoy puede sorprender o simplemente parecer insignificante, pero lo cierto es que Losantos fue uno de los grandes «intelectuales» de la derecha que apoyaron a UPyD en 2011. Más tarde fue de los primeros en pedir a Rivera su salto a la política estatal y ahora ve en Casado la última oportunidad para refundar el PP y, lo más importante, la reconstrucción de lo que llaman el «centroderecha»: el espacio político e ideológico ocupado por PP, Ciudadanos, Vox y determinadas organizaciones de la sociedad civil (de la FAES a Libres e iguales pasando por Hazte Oir).
Lo cierto es que mientras Soraya Sáenz de Santamaría era incapaz de definir su ideología más allá de lugares comunes bastante imprecisos, Casado citaba a Hayek y hablaba de sociedad civil, lucha ideológica y proyecto nacional con soltura. Como no puede ser de otra manera, sus mejores entrevistas fueron las realizadas por Losantos. Tres en un mes. En las dos primeras esbozó su proyecto logrando imponer su relato: estamos ante el regreso de la ideología. En la última, ya como presidente del PP, confesó su gran objetivo con una claridad que incluso incomodó al propio Losantos: volver al bipartidismo, en este caso «corregido» con dos fuerzas marginales, una en la izquierda y otra en la derecha.
Casado es un síntoma del agotamiento de los sistemas de partidos resultantes de la II Guerra Mundial. Aunque algunos sufrieron modificaciones fruto de las particularidades nacionales (Italia es probablemente el mejor ejemplo), grosso modo éstos repartían su gestión entre una izquierda socialdemócrata y una derecha más o menos liberal o más o menos conservadora. La cosa empezó a complicarse en los setenta con el auge del neoliberalismo y la ofensiva neocon de la Nueva derecha que finiquitó el pacto de posguerra, pues el margen de diferenciación entre unos y otros se estrechó especialmente para los primeros. Rehén ideológica de los segundos, integrada en los ciclos altos del capital y descompuesta en los ciclos depresivos, la socialdemocracia transmutó en social liberalismo para acabar convirtiéndose, tras la crisis de 2008, en neoliberalismo progresista.
La derecha también sufrió su propio proceso de catarsis. Un contexto geopolítico concreto (la crisis de la globalización, la subordinación de y en la Unión Europea, etc.) hace que los movimientos tectónicos internacionales dejen en diversos países similares lecciones ineludibles para quienes no quieren ser barridos en su propia casa. El mismo Casado ponía los ejemplos norteamericano, francés e italiano en el que diversas «fuerzas outsider» de distinto tipo han desplazado a los viejos representantes de la derecha. Ese y no otro era el riesgo que el XIX Congreso del PP asumió ante el auge de Ciudadanos, el hedor de la corrupción estructural y la ausencia de proyecto «ideológico-cultural» y moral, ahogado en un gobernismo tecnocrático que vio cómo su estrategia pasaba a los anales de la historia de la única manera posible: con el «no haciendo nada» tan típico de Rajoy.
A menos de un año de las elecciones municipales y autonómicas los dirigentes territoriales y una pléyade de aspirantes vieron esfumarse el gobierno central, de aquella manera y con lo que ello supone. Soraya era la mejor representante del continuismo: gestión y formas moderadas para no movilizar a la izquierda. Casado, por el contrario, representaba lo contrario: ofensiva ideológico-cultural y moral y movilización de la derecha mediante la conquista de posiciones en la sociedad civil. Como caricatura, y enlazando con la narrativa épica tan propia de los neocon, las bases frente al aparato atrapado en unas instituciones en peligro. Primero en Podemos, después en el PSOE y ahora en el PP han sido derrotados quienes eran vistos desde una mayor distancia desde las bases.
Casado sabe que España ha cambiado y que Ciudadanos no es –solo– el partido del IBEX 35 sino la mejor expresión política de determinados estratos medios y altos, con formación, jóvenes (y adultos), competitivos en lo económico y regeneracionistas en lo político. Ciudadanos no es flor de un día y está bien situado aunque sea más por deméritos ajenos como la corrupción endógena del PP que por méritos propios. Sin embargo, tras ser expulsado del gobierno Casado confía en subalternizar a Rivera, llevándolo a posiciones marginales e impidiendo que desarrolle un proyecto «nacional» autónomo. Es aquí donde debemos situar «la España de los balcones y las banderas». Lejos de ser una simple ocurrencia es la síntesis de un proyecto político nítido que debemos valorar en su justa medida para poder combatirlo.
Regresemos un momento a los orígenes, al acervo político e ideológico en el cual Casado arraiga su proyecto: la experiencia de la Nueva Derecha encabezada por Margaret Thatcher, Ronald Reagan y George Bush padre, principalmente, en las décadas de los setenta y los ochenta. Esta derecha entendió que la política no es solo –ni principalmente– una mera gestión institucional de lo existente, sino una lucha por la reconstrucción de todo el orden político, social y moral. Ya no se trataba de ganar las elecciones infinitamente, sino de desarrollar cambios tan profundos que fueran irrevocables con independencia de quienes gestionaran las instituciones. Así, la verdadera pugna se libra en los terrenos ideológico, cultural y moral, aunque éstos tengan un sólido amarre económico; tal y como demostró dicha experiencia, todo proyecto político en sentido amplio debe ser afianzado por un programa de reformas económicas profundas. El verdadero éxito de esta derecha no debe medirse en términos institucionalistas o electoralistas, pues su lucha iba más allá: la gestión de la sociedad en todos sus frentes (económicos, culturales, ideológicos, morales, etc.) hasta el punto de crear un nuevo sentido común que, a su vez, creaba nuevos hombres y mujeres ya que los cambios se transformaron en cotidianidad. Los cambios fueron tan profundos que, como recuerda la conocida anécdota, Thatcher consiguió cambiar incluso a quienes debían ser su alternativa.
El cambio estratégico de Casado frente a Soraya (y Rajoy) es un cambio «revolucionario» pues sus objetivos son mucho más ambiciosos que la mera victoria electoral y la gestión institucional de lo existente. Para realizar cambios profundos políticos y económicos antes se debe abonar el terreno en los frentes culturales, ideológicos y morales, ya que de no ser así dichos cambios no gozarían de una base de consenso suficiente como para ser llevados a cabo. El proyecto nacional, especialmente en un país como España, es clave. Asumiendo que Ciudadanos es una expresión de la «nueva» España, y sin obviar el inestimable apoyo recibido de las oligarquías económicas, el factor más importante a la hora de analizar la subida de Ciudadanos es la «cuestión nacional». El PP fue víctima de las limitaciones inherentes del Estado, pero también de las limitaciones de su propio proyecto ideológico: ni antes ni después abonaron el terreno cultural que les permitiera «ir más allá». Así, vio cómo Ciudadanos se convertía en la vanguardia de la España más conservadora, con altas dosis de demagogia, pero también con un nítido proyecto nacional asentado en bases ideológicas y culturales (atravesado por una supuesta igualdad entre territorios y españoles). Robarle la bandera rojigualda a Rivera es el gran reto de Casado, y para ello salir del gobierno si no una necesidad, al menos es una oportunidad enorme.
El éxito de Aznar estuvo sustentado en la cuestión nacional: una nueva (vieja) idea de España y un proyecto de país en el que España se resituaba en el mundo en clave atlantista. La coartada fue el terrorismo de ETA, utilizado como antagonismo contra el cual relanzar una ofensiva nacionalista que situaba no solo fuera sino «contra» España a cualquier disidente. La política antiterrorista no solo tenía efectos legales o policiales, sino culturales. La política como lucha permanente por la hegemonía resumida en última instancia como una visión del mundo pasa antes, durante y después por una lucha por la visión «nacional» que, lógicamente, se concreta en un proyecto de país. Nos guste más o menos se trata de una tarea ineludible.
«Un PP al que pueda volver Ortega Lara» es un PP reconciliado consigo mismo. Es una cuestión simbólica que, por decirlo de alguna manera, se asienta en una cierta materialidad. El «desafío independentista» es hoy el enemigo en torno al cual Casado debe relanzar su proyecto nacional. La «España de los balcones y las banderas» es esa nueva mayoría moral que daría como resultado la lucha por un sentido común que es siempre contradictorio: en él hay semillas para la emancipación, pero también para la reacción. Entre la gente indignada con el independentismo también hay trabajadores y trabajadoras indignadas por la corrupción o por el saqueo sistemático; la dirección que tome dicha indignación depende del trabajo de las organizaciones políticas que pugnamos por distintos proyectos de país. Lo que hace Casado es nada más y nada menos que anunciar una guerra en todos los frentes, también el cultural. No, definitivamente no es una ocurrencia.
Lo cierto es que de momento Casado no ha inventado nada. Regresa a Aznar o, lo que es lo mismo, a la Nueva Derecha thatcheriana. Empieza con un clásico neocon: la lucha contra lo políticamente correcto, es decir contra los consensos más o menos progresistas asumidos como sentido común. Ha llamado especialmente la atención su discurso contra la inmigración, pero la beligerancia contra la diversidad en general representa el núcleo central de su discurso, con el feminismo como puntal. Éste pretende dividir a la sociedad en grupos dividiendo al mismo tiempo al individuo, por eso no es feminismo sino «ideología de género». La beligerancia contra el feminismo adquiere una importancia crucial en la estrategia «hegemónica» de Casado, pues la grandeza del feminismo consiste precisamente en elevar la lucha al plano «universal», ya que no se queda en la reivindicación de un porcentaje presupuestario y construye nuevas visiones del mundo y de la vida asentadas en la cotidianidad.
Casado hurga en nuestra caja de herramientas y coge una parte de nuestro mejor arsenal, lo que convierte en evidentes algunas de nuestras tareas estratégicas. No por casualidad, en la FAES no han escatimado esfuerzos en los últimos años en estudiar, por ejemplo, al dirigente comunista Antonio Gramsci. Cuando nosotros y nosotras afirmamos que el objetivo no es ganar las elecciones sino la construcción de un bloque histórico democrático estamos diciendo, al menos, lo siguiente: a) Necesitamos estrechar alianzas sociales desde abajo y desde el conflicto, pues todo proyecto emancipador debe anclarse en los intereses materiales de quienes sufren el capitalismo, su explotación y sus diversas contradicciones. b) Las alianzas políticas deben ser la expresión de dicha alianza social, convirtiendo a la organización en una parte de la clase trabajadora organizada. c) Debemos ir generando una cultura (en el sentido más amplio posible) propia que supere cualquier tipo de «corporativismo» en aras de la unidad del conjunto del bloque para que acabe convirtiéndose en dirigente, esto es, en representante de los intereses generales del país. d) Para ello debemos ir conquistando espacios de la sociedad civil, creando nuevos espacios de organización y socialización y, en última instancia, una nueva institucionalidad democrática.
Entender la política como una lucha permanente por la hegemonía nos permite afrontar cada batalla desde una perspectiva estratégica más amplia ya que todas ellas forman parte de una misma guerra. Nuestra virtud reside en nuestra capacidad para librar cada una de ellas desde una estrategia unitaria. El síntoma Casado es un ejemplo de la importancia trascendental de la reflexión y la teoría. En la izquierda tenemos un acervo teórico en absoluto despreciable, pero sigue pendiente una correlación a la altura en la praxis, donde finalmente se resuelven las grandes cuestiones. No debemos analizar el panorama exclusivamente en el corto plazo o únicamente en el plano electoral, pues eso sería –de nuevo– infravalorar los nuevos movimientos de la derecha. Puede que Casado sea el peor candidato para Ciudadanos y el mejor para el PSOE en un intento de volver a un bipartidismo de «fachas» y «progres», pero la disputa es más profunda.
La ofensiva mediática-discursiva cosechó grandes éxitos en el ciclo 2013-2015 que se tradujeron en avances político-culturales y, en último término, en cinco millones de votos. Sin embargo, más adelante pudimos comprobar sus limitaciones para derrotar a un poder con una base material ineludible. Debemos extender la organización en todos aquellos lugares en los cuales se producen conflictos, de manera más o menos explícita, y ello requiere de implantación tanto territorial (pueblos y ciudades) como sectoriales (centros de trabajo, de estudio, etc.). Al mismo tiempo, debemos expandir la lucha política y cultural en todos aquellos lugares en los cuales se reproduce consenso, normalmente de manera aparentemente neutral. No debemos restringir el concepto de sociedad a la suma de personas, colectivos y espacios relativamente movilizados: en el gimnasio, en el bar o en YouTube también se reproduce ideología: un youtuber con millones de visitas es un «intelectual» e incluso el más anodino propaga «sentido común» a través, por ejemplo, de un determinado lenguaje. De la misma manera, y para no simplificar el concepto, debemos dotar a la sociedad civil de materialidad construyendo espacios de socialización propios: asociaciones, ateneos, casas del pueblo, asesorías jurídicas, clubs de deporte y un larguísimo etcétera. Sin materialidad no hay hegemonía ya que ésta no es solo consenso y hunde sus raíces, en última instancia, en la infraestructura económica: no se puede derrotar a un poder material sustentado, por ejemplo, en redes clientelares únicamente a través del discurso. A un poder material se le opone otro poder material.
Dar la batalla en todos los frentes asentados en la cotidianidad de la clase trabajadora, conquistando posiciones en la sociedad civil y desarrollando nuestro proyecto de país. Estas son algunas de las tareas que se me ocurren ante la amenaza de la nueva (vieja) derecha.