lunes, 18 de diciembre de 2017

Ante los límites institucionales: Unidad Popular

Artículo publicado el 18 de diciembre de 2017 en:

http://www.elindependientedegranada.es/politica/limites-institucionales-unidad-popular

La victoria de Ahora Madrid representó el hito político más importante cosechado por el llamado «espacio del cambio» en las pasadas elecciones municipales. En un momento de ofensiva popular, la participación ciudadana hacía de la confluencia una organización social de encuentro que superaba la suma entre las organizaciones políticas existentes. Se dirigía con éxito del «no nos representan» al «sí se puede» y se conquistaba el Gobierno nada más y nada menos que de la capital del país. Se producía una victoria imposible de imaginar tan sólo cinco años antes, frente a un PP que había hecho de la corrupción un sistema de gobierno.

Dos años después, la cesión de Carlos Sánchez Mato evidencia los límites, las contradicciones y los problemas que afronta el «espacio del cambio», no sólo –ni principalmente– de cara a las siguientes elecciones, sino en la construcción de una alternativa sólida frente al proyecto de recomposición de las élites. Éstas están dirigiendo con éxito, aprovechando la cuestión territorial, una contraofensiva «deconstituyente» hacia un nuevo país más autoritario en el que los Ayuntamientos tendrán un papel meramente testimonial. Se trata de imponer el relato de que no hay alternativa. La modificación del artículo 135 nos convirtió en un país intervenido, cediendo nuestra soberanía (ya de por sí exigua) al Banco Central Europeo y a los bancos alemanes. Si las instituciones arrastraban limitaciones por su propia naturaleza, desde 2011 los recortes y los rescates financieros con el dinero de la mayoría social se hicieron ley. Se constitucionalizó el neoliberalismo.

Sin lugar a dudas el contexto actual está atravesado por una tendencia negativa que va más allá de la coyuntura y de las particularidades propias de Madrid. Se trata, entre otros factores, del desencanto inherente a todo proceso de institucionalización en el que, además, nada ni nadie escapa a una correlación de fuerzas impuesta. Más allá de cuestiones morales que en cada lugar aparecerán en momentos y formas distintas atormentándonos como el pajarraco pesado de Pasolini, nuestra virtud política dependerá de la capacidad para superar contradicciones y conquistar –o mantener– posiciones. No hay varita mágica ni fórmula exportable, si acaso la asunción de un análisis más amplio: en un contexto de previsible reflujo, debemos convertir nuestros ayuntamientos en trincheras. Revalidar los actuales gobiernos municipales es una conditio sine qua non para consolidar el «bloque del cambio», sin embargo no se trata de una pelea situada estrictamente en el plano electoral.

A pesar de las limitaciones anteriormente descritas, las instituciones son herramientas fundamentales en tanto en cuanto tienen la capacidad para contribuir en la construcción de tejido social, espacios de socialización, contrapoder ciudadano y, en última instancia, modos de vida alternativos. Se trata de un trabajo tedioso, poco gratificante y sin traslación electoral mecánica, pero imprescindible para articular una sociedad civil organizada sin la cual no se podrán resistir los envites de las oligarquías económicas y sus brazos políticos. Uno de los riesgos de quedarse atrapado en las dinámicas propias de las instituciones consiste en no valorar en su justa medida esta necesidad que, a día de hoy, no ha sido rebatida al menos para quienes aspiramos a algo más que la «buena gestión» en términos tecnocráticos, es decir neoliberales.


Ante los límites, las contradicciones y los problemas que afronta el «espacio del cambio» apostamos por la Unidad Popular, conscientes de que ésta no es una coalición entre distintos partidos, sino la alianza de esa clase trabajadora fragmentada y diversa que eleva sus reivindicaciones propias apostando por un proyecto común. Dicha alianza no será armónica, sino conflictiva, compleja, y sólo se desarrollará dialécticamente en el conflicto, desde abajo y a través de la participación colectiva. Somos conscientes de que la movilización permanente es imposible, máxime en un contexto de reflujo y precariedad. De lo que se trata es de construir el mayor número posible de espacios de organización social, también –y especialmente– aquellos en apariencia apolíticos. Este es uno de los grandes retos estratégicos que afrontamos desde las confluencias y que sólo asumiremos si nos desprendemos de una visión institucionalista de la política. La Unidad Popular debe llevar la política de las instituciones a los barrios y viceversa, ya que cuando queda enclaustrada en el plano institucional acaba convirtiéndose en «el arte de lo posible»: la muerte de la alternativa. Y hay alternativa.

Los Ayuntamientos, última trinchera

Artículo publicado el 2 de diciembre de 2017 en:
http://www.elindependientedegranada.es/politica/ayuntamientos-ultima-trinchera
Con la derrota del nazifascismo en la II Guerra Mundial comenzaron los 30 gloriosos años del capitalismo. Las élites económicas y políticas europeas asumían la necesidad de un reparto relativamente generoso del pastel para apaciguar tentativas revolucionarias. En el escenario internacional, la Unión Soviética todavía representaba una alternativa en el imaginario colectivo. En el plano interno, las organizaciones de izquierda se nutrían de una clase obrera socialmente organizada y de unos sindicatos con la fuerza suficiente para tutear a la patronal.
El neoliberalismo fue una salida a la crisis de los años 70. Las élites económicas internacionales dirigidas en el ámbito político por Ronald Reagan y Margaret Thatcher iniciaron una ofensiva para liquidar el pacto social de los años dorados. Una vez estabilizado el escenario internacional y descabezada políticamente a la clase trabajadora a través de la integración, el miedo a la revolución se esfumaba y con él la necesidad de un reparto generoso de los recursos. En España los franquistas «desarrollistas» seguían obsesionados por avanzar hacia «un país de propietarios en vez de proletarios», por el surgimiento de una clase media advenediza sin aspiraciones rupturistas.
Con el neoliberalismo se impusieron políticas de desregulación que se tradujeron en carta libre para el capital sin ningún contrapeso social, institucional o jurídico. El tejido productivo mutó y la estratificación social se hizo cada más compleja, dificultando a los trabajadores su ubicación en el trabajo y en la sociedad; dificultando, en última instancia, su proceso de concienciación. Se empezaron a mercantilizar todos y cada uno de nuestros ámbitos de vida. La lógica de la maximización del beneficio se imponía a cualquier otro criterio como los Derechos Humanos o el constitucionalismo social de posguerra.
El neoliberalismo suele ser asociado con el proceso de desregulación, financiarización y globalización de la economía que, desde los años 70 hasta el día de hoy, supone un trasvase del dinero de los bolsillos de la clase trabajadora y los sectores populares a los bolsillos de las élites económicas. Siendo esta asociación rigurosamente cierta, es incompleta ya que no tiene en cuenta su capacidad para imponer un modo de vida y una particular visión del mundo. Sin infravalorar la incuestionable concentración de riqueza en un número de manos cada vez más reducido, el verdadero éxito del neoliberalismo ha consistido en la desarticulación ideológica, cultural y socialmente de la clase trabajadora y los sectores populares.
El posfordismo y la llamada flexiseguridad acabaron con la identidad de clase. Quien cambia de trabajo cada seis meses y vive de manera precaria no sólo tiene dificultades para organizarse y luchar por sus derechos, también tiene dificultades para desarrollar una identidad y una solidaridad siquiera corporativas. Al mismo tiempo, la mercantilización de la que nada ni nadie es ajeno se cobró, entre otras, una importancia pieza: el concepto de comunidad. Nos volvimos individualistas y hasta las cenas familiares se convirtieron en un mero trámite –cuando no un suplicio– en nuestra rutina virtual.
El tejido social construido durante décadas fue desmantelándose hasta la desmembración total. Las asociaciones de vecinos, culturales, sindicales, etc. perdieron protagonismo dejando en algunos casos al equipo de fútbol como única referencia de pertenencia comunitaria y al bar como único espacio de socialización (ambos espacios significativamente masculinizados). Semejante desarticulación de la sociedad civil no puede ser obviada cuando se hace un análisis del escenario político especialmente a nivel municipal. Es en la sociedad civil donde se produce la lucha ideológica y cultural que acaba definiendo el panorama político-electoral.
Esto nos lleva a entender la política como una lucha permanente por la hegemonía en la que resulta fundamental construir trincheras y espacios de socialización de todo tipo, ya que en los espacios aparentemente neutrales también se reproduce ideología y se genera consenso. La hegemonía, pues, se resume en toda una visión del mundo, difícil de circunscribir en términos electorales.
Los Ayuntamientos son una pieza fundamental para cualquier salida democrática a la crisis. El principio de subsidiariedad, el contacto directo y la cercanía con los vecinos hacen de éstos una herramienta privilegiada para construir comunidad y tejido social. Las élites económicas y políticas lo entendieron en la Transición y demuestran, artículo 135 de la Constitución en mano, que lo siguen entendiendo. Para éstas es fundamental que ningún Ayuntamiento demuestre que se puede gobernar de otra manera aún sin autonomía financiera real. Y es fundamental, a pesar de tener una incidencia económica insignificante si aspiramos a que devuelvan lo robado, ya que tienen la capacidad para ayudar a la construcción de una sociedad civil organizada en la que la ciudadanía sea partícipe de su propio destino.
En un contexto de reflujo en el que peligra lo conquistado hasta ahora desde el ciclo de movilizaciones inaugurado en 2010, la preservación de los actuales y la conquista de nuevos Ayuntamientos se convierten en dos objetivos fundamentales. Para ello es necesario recuperar el espíritu de las confluencias exitosas de 2015 que nos permitieron conquistar las principales ciudades del país. Ese espíritu de desborde que hizo de las confluencias algo más profundo que una mera coalición electoral entre distintas organizaciones políticas. La agudización de las contradicciones del capitalismo hace que una mayoría social con distintas sensibilidades ideológicas y no adscrita a ninguna organización política comparta intereses objetivos. A esa mayoría social compleja, diversa y fragmentada debemos tender la mano.
El objetivo estratégico es la alianza de distintas clases y sectores sociales que superen sus visiones corporativas en aras de un proyecto ético-político conjunto que se concrete en una visión del mundo propia y autónoma. Aspiramos a la construcción de un bloque histórico que dispute la hegemonía. Las confluencias son condición insuficiente pero necesaria siempre que se enmarquen dentro de una perspectiva estratégica más amplia para no caer en posiciones electoralistas. Debemos conquistar los Ayuntamientos, no para hacer lo mismo que los de siempre pero sin corbata sino para construir un nuevo modo de vida que genere al mismo tiempo una nueva visión del mundo frente al individualismo, el consumismo y la mercantilización. Que nos permita articularnos ideológica, cultural y socialmente.

Debemos conquistar los Ayuntamientos no sólo ni principalmente para demostrar que somos mejores gestores que ellos, sino para construir comunidad, barrio, pueblo, clase.

La Constitución del 78 ya no existe: por un Proceso Constituyente desde abajo

Artículo publicado el 11 de noviembre de 2017 en:

http://www.elindependientedegranada.es/politica/constitucion-78-ya-no-existe-proceso-constituyente-abajo

Las redes sociales recogieron con indignación lo que identificaron como una nueva aplicación, en otro ámbito, del artículo 155: la noticia de la intervención del Ayuntamiento de Madrid. Sin embargo, y asumiendo que el mensaje que se manda es similar, estamos ante una rigurosa aplicación del artículo 135. No es cualquier cosa. Si fuéramos capaces de resistir a un ajetreo mediático siempre subordinado al interés inmediato podríamos elevar la mirada y ver el bosque en su plenitud. Conforme gana terreno la retórica constitucionalista más se evidencia por la vía de los hechos que la Constitución ha muerto. Para ser más exactos, la han matado. Y no han sido las clases populares empobrecidas por la crisis en un arrebato revolucionario sino la oligarquía económica y las élites políticas que, paradójicamente, más cómodas se sienten parapetándose detrás de la Constitución e imponiendo el marco jurídico en los debates sobre la crisis de Estado. Ante esta realidad caben principalmente tres opciones: 1)sumarnos a la reforma dirigida desde arriba hacía un Estado centralista y autoritario en marcha desde hace años; 2) añorar un escenario precrisis que no volverá, quedándonos en la mera denuncia o; 3) apostar por un Proceso Constituyente que asuma las tareas históricas de España en clave popular y democrática.

Los orígenes de la ruptura del pacto social

El Tratado de Maastricht materializó «el fin de las ideologías»: en el momento en el que desapareció cualquier tipo de alternativa ya no era necesaria la integración de determinadas capas sociales, en tanto en cuanto el peligro de la revolución –por inofensivo que fuera– se desvaneció. Maastricht fue una cesión de soberanía y sentó las bases para una Unión Europea de dos velocidades desvalijando el tejido productivo de los países del sur. En 1996 Julio Anguita denunció la ruptura del pacto social recogido en la Constitución: eran la oligarquía económica y el bipartidismo servil quienes incumplían la legalidad, la Constitución, el Estado social, democrático y de derecho. Eran ellos los que incumplían lo que se definía de una manera un tanto simplista como «legalidad burguesa» (como si en ella no se recogieran conquistas del movimiento obrero). Un año más tarde, el 14 de enero de 1997 para ser más exactos, Anguita escribió en un artículo para El Mundo titulado Autistas: «Maastricht, sus Criterios de Convergencia y el Pacto de Estabilidad no son sino un gigantesco acto de planificación burocrática en el que como hecho incuestionable y vertebrador de la Unión Europea aparece la constitucionalización del déficit».

El proceso «deconstituyente»

En mayo de 2010 Zapatero obedece la orden de Trichet, por entonces Presidente del Banco Central Europeo, y aprueba el mayor recorte social desde 1978. Un año más tarde se «constitucionaliza el déficit» a través del artículo 135 y España queda, de facto, intervenida por la Troika. La Constitución formal, hoy en primera plana, queda insultantemente disuelta por la Constitución material representada por el poder real que dirige el país: el capital financiero internacional, el Banco Central Europeo, los bancos alemanes y, luego, las élites económicas españolas que gobiernan al Gobierno. Más que para una protesta tan legítima como previsible, este recorrido puede servir para afinar el análisis y situar más correctamente el actual debate.

Desde 2010, mientras debatíamos si reclamar la vuelta al pacto social roto o apostar por un proceso constituyente, los poderes fácticos y el bipartidismo iniciaban su particular proceso «deconstituyente». Eran plenamente conscientes de que ya estábamos en un nuevo escenario y no se volvería atrás: iniciaron un proceso de cambio por arriba. El 15M fue una respuesta popular y la evidencia de que estábamos en un auténtico momento de excepción. Mientras nosotros estábamos pensando en el color de las paredes, la casa ya no estaba ahí. Pero esa es ya otra historia.
La crisis de régimen

La Transición fue exitosa en tanto en cuanto logró afianzar una serie de consensos que permitieron la estabilidad del régimen durante casi cuatro décadas. La monarquía, el bipartidismo, la esperanza de ascenso social de las llamadas clases medias, la integración de las burguesías vasca y catalana… No de manera mecánica o determinista, pero la crisis abrió una brecha sin la cual no se pueden entender ni los cinco millones de votos a Unidos Podemos ni la ruptura del modelo territorial. Quienes gobernaban ya no podían gobernar como antes y quienes eran gobernados no querían ser gobernados como antes.
Durante todo el ciclo de crisis la pugna real ha sido y sigue siendo entre restauración y ruptura democrática. Restauración no para volver a una situación precrisis sino para dirigir una salida que cargue sobre las espaldas de las clases populares los costes de una crisis que no han provocado ellas y evitar cualquier avance democrático. Salvo que seamos capaces de redirigir la «cuestión territorial» en otros parámetros, ésta puede ser la coartada idónea para un cierre por arriba del bloque monárquico-restaurador que –esto es seguro– iría más allá de la cuestión territorial: amenaza permanente del 155 y del 135, reabsorción en clave centralista de las competencias autonómicas, ley electoral con efectos mayoritarios, blindaje de las políticas económicas de rescate del sector financiero…

Nostalgia o Proceso Constituyente

Las constituciones son el resultado de una correlación de fuerzas concreta e histórica. En la Transición, la oposición democrática renunció a casi todo a cambio de un pacto social que garantizara, aún con innumerables limitaciones, la integración lo más amplia posible de los sectores populares. Esa correlación de fuerzas –o de debilidades– desde el inicio de la crisis es distinta. Pedir una especie de regreso a un escenario precrisis es como pedir el derecho de autodeterminación en abstracto: todos los derechos sociales y democráticos aparte de ser el resultado de una correlación de fuerzas determinada se ejercen en contextos históricos concretos. Si nos quedamos en el simple lamento de la ruptura del pacto social quedaremos paralizados, incapaces de dar respuestas.
El Proceso Constituyente es una apuesta seria, justa y necesaria. Es el resultado de un análisis riguroso y de una estrategia valiente: llevar la política de las instituciones a los barrios populares y hacer partícipe al pueblo de su propio destino. Precisamente por esto, debemos desarrollarla de manera cuidadosamente pedagógica. Debe ser lo contrario de una propuesta maximalista, es decir de una propuesta fruto de la desesperación política (ante la guerra de banderas, por ejemplo). Para ello debemos romper el marco jurídico-constitucionalista en el que el bloque monárquico-restaurador se siente especialmente cómodo situando al «bloque del cambio» en el campo independentista o, de forma más general, en el campo amenazante del statu quo constitucional. Expliquemos que han sido ellos quienes se han cargado la Constitución y los consensos que de ésta derivaban, no para quedarnos en una inocente defensa de una Constitución que ya no existe, sino para legitimar un Proceso Constituyente que debe basarse en amplias alianzas sociales y políticas.

Tengamos en cuenta esta advertencia de Togliatti, ponente de la avanzada Constitución italiana de 1948, en plena Asamblea Constituyente (Sesión LVIII, 11 de marzo de 1947): «¿Por qué hacemos una Constitución nueva? Sólo si podemos dar a los interrogantes que se plantean en este momento, no sólo a nosotros, sino a todo el pueblo, una respuesta exacta y concreta, sólo entonces conseguiremos dar una orientación justa a las soluciones de orden constitucional, como a los que se refieren a las particulares y concretas cuestiones que encontraremos en el transcurso de la discusión de todo el proyecto». Apostar por el Proceso Constituyente es impugnar el tablero político actual: no queremos que las élites enfrenten a pueblos distintos con similares necesidades económicas y sociales, pero tampoco queremos delegar nuestro destino en la capacidad más o menos dialogante de esas mismas élites.

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