- ¿Cree que los sindicatos van a permitir que haga eso?
- ¡Al diablo los sindicatos! En la ciudad hay vagabundos que irían
voluntarios. Nuestras manos limpias. Por ganarse unos dólares irían a la pata
coja y con esa carga en la espalda.
- ¿Piensa contratar a esos vagabundos?
- Sí, porque esos vagabundos no tienen sindicatos, ni familia, por lo
tanto me aseguro de que si mueren nadie vendrá a pedirme cuentas de nada.
- ¿Y aceptarán por unos dólares?
- Claro que aceptarán. Usted no sabe lo que pasar hambre…
Hoy, liberales de distinto pelaje
se erigen como los defensores de la libertad, pero no solo en su sentido más
abstracto y retórico sino que además –tiene guasa- hacen suyas las grandes
conquistas del movimiento obrero organizado: los derechos políticos y sociales.
Olvidan, no sé si por ignorancia
o astucia, dos aspectos fundamentales, de entre tantos, a la hora de hablar de libertad en cualquiera de sus términos:
1. No existe libertad sin
derechos sociales. Se puede tener derecho a diez mil procedimientos formales de
democracia desde elecciones generales
o presidenciales hasta referendos revocatorios y no tener libertad (ni
democracia). Porque la libertad no se tiene sino que se ejerce. Es decir,
mientras haya miedo a perder la vivienda o a no tener un trabajo digno, no hay
nada. Basta mirar a nuestro alrededor para cerciorarnos de que eso que llaman
liberalismo, cuya base económica es el utópico mercado libre (ilusión o simple retórica en tiempos del
monopolismo), es decir, las relaciones capitalistas de producción, es
incompatible con los derechos sociales más básicos. Y es incompatible no por
una cuestión de voluntad sino porque la lógica del máximo beneficio, inherente
y consustancial del sistema, es incompatible con un reparto mínimamente
equitativo la riqueza y de los recursos.
2. Lo que nos viene a decir, a
fin de cuentas, Domenico Losurdo en su Contrahistoria
del liberalismo es que éste desde sus orígenes, muy al contrario de lo que
nos dice la versión oficial de la historia, está estrechamente ligado con la esclavitud
y la ausencia de derechos políticos, sociales, económicos y cívicos de los que hoy llamamos las mayorías sociales. No por casualidad,
sino por entender la libertad de una manera pseudofilosófica, abstracta y, cómo
no, solo al alcance de unos pocos. Si hoy hay pueblos que no están “preparados”
para la democracia, ayer había pueblos que no estaban “preparados” para la libertad. No por casualidad, de nuevo,
muchos de los grandes paladines del liberalismo eran propietarios de esclavos.
¿Por qué ponía al principio ese
diálogo de la gran película francesa El
salario del miedo? Porque hoy vemos cómo quienes se erigen precisamente como
defensores de la libertad y los derechos sociales instauran un nuevo modelo de
esclavitud. Posmoderna y maquillada, pero esclavitud. Y tampoco es una cuestión
de maldad: es la lógica del sistema y
de su fase actual de acumulación. Necesitan un ejército de parados para
abaratar los salarios, reducir costes de producción y obtener mayores
beneficios; para eso necesitan doblegar a los sindicatos, echar de las
universidades a los pobres, imponer condiciones laborales del siglo XX (lo de
trabajar gratis hoy ya no es ninguna locura) y, en definitiva, cercenar todos
los derechos sociales y políticos conquistados antaño por el movimiento obrero.
Lo bueno de la crisis, es decir,
de la agudización de las contradicciones, es que nos permite ver con mayor
claridad los mecanismos de dominación. Y nos da la razón, dicho sea de paso aun
sin arrogancia, a quienes predicábamos en el desierto como San Juan afirmando
que el capitalismo, independientemente del traje que se ponga (liberal,
conservador e incluso socialdemócrata-humano),
es incompatible con la libertad y la democracia en el sentido más profundo de
ambos términos.
Ni elegir la salsa con la que
seremos comidos es libertad ni cambiar de tirano cada cuatro años es
democracia.
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