viernes, 5 de julio de 2013

El salario del miedo o la vuelta a esclavitud



- ¿Cree que los sindicatos van a permitir que haga eso?
- ¡Al diablo los sindicatos! En la ciudad hay vagabundos que irían voluntarios. Nuestras manos limpias. Por ganarse unos dólares irían a la pata coja y con esa carga en la espalda.
- ¿Piensa contratar a esos vagabundos?
- Sí, porque esos vagabundos no tienen sindicatos, ni familia, por lo tanto me aseguro de que si mueren nadie vendrá a pedirme cuentas de nada.
- ¿Y aceptarán por unos dólares?
- Claro que aceptarán. Usted no sabe lo que pasar hambre…

Hoy, liberales de distinto pelaje se erigen como los defensores de la libertad, pero no solo en su sentido más abstracto y retórico sino que además –tiene guasa- hacen suyas las grandes conquistas del movimiento obrero organizado: los derechos políticos y sociales.
Olvidan, no sé si por ignorancia o astucia, dos aspectos fundamentales, de entre tantos, a la hora  de hablar de libertad en cualquiera de sus términos:

1. No existe libertad sin derechos sociales. Se puede tener derecho a diez mil procedimientos formales de democracia desde elecciones generales o presidenciales hasta referendos revocatorios y no tener libertad (ni democracia). Porque la libertad no se tiene sino que se ejerce. Es decir, mientras haya miedo a perder la vivienda o a no tener un trabajo digno, no hay nada. Basta mirar a nuestro alrededor para cerciorarnos de que eso que llaman liberalismo, cuya base económica es el utópico mercado libre (ilusión o simple retórica en tiempos del monopolismo), es decir, las relaciones capitalistas de producción, es incompatible con los derechos sociales más básicos. Y es incompatible no por una cuestión de voluntad sino porque la lógica del máximo beneficio, inherente y consustancial del sistema, es incompatible con un reparto mínimamente equitativo la riqueza y de los recursos.

2. Lo que nos viene a decir, a fin de cuentas, Domenico Losurdo en su Contrahistoria del liberalismo es que éste desde sus orígenes, muy al contrario de lo que nos dice la versión oficial de la historia, está estrechamente ligado con la esclavitud y la ausencia de derechos políticos, sociales, económicos y cívicos de los que hoy llamamos las mayorías sociales. No por casualidad, sino por entender la libertad de una manera pseudofilosófica, abstracta y, cómo no, solo al alcance de unos pocos. Si hoy hay pueblos que no están “preparados” para la democracia, ayer había pueblos que no estaban “preparados” para la libertad. No por casualidad, de nuevo, muchos de los grandes paladines del liberalismo eran propietarios de esclavos.

¿Por qué ponía al principio ese diálogo de la gran película francesa El salario del miedo? Porque hoy vemos cómo quienes se erigen precisamente como defensores de la libertad y los derechos sociales instauran un nuevo modelo de esclavitud. Posmoderna y maquillada, pero esclavitud. Y tampoco es una cuestión de maldad: es la lógica del sistema y de su fase actual de acumulación. Necesitan un ejército de parados para abaratar los salarios, reducir costes de producción y obtener mayores beneficios; para eso necesitan doblegar a los sindicatos, echar de las universidades a los pobres, imponer condiciones laborales del siglo XX (lo de trabajar gratis hoy ya no es ninguna locura) y, en definitiva, cercenar todos los derechos sociales y políticos conquistados antaño por el movimiento obrero.

Lo bueno de la crisis, es decir, de la agudización de las contradicciones, es que nos permite ver con mayor claridad los mecanismos de dominación. Y nos da la razón, dicho sea de paso aun sin arrogancia, a quienes predicábamos en el desierto como San Juan afirmando que el capitalismo, independientemente del traje que se ponga (liberal, conservador e incluso socialdemócrata-humano), es incompatible con la libertad y la democracia en el sentido más profundo de ambos términos.

Ni elegir la salsa con la que seremos comidos es libertad ni cambiar de tirano cada cuatro años es democracia.

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