martes, 16 de febrero de 2016

La chica de ayer (Ignacio Mercero, 2009): relato de la Transición


Decía uno de los inquisidores macarthistas en la espléndida y necesaria Trumbo (Jay Roach, 2015), que “el cine es la es la influencia más poderosa que se haya creado”. Que Bryan Cranston levantara el Oscar en la tribuna ante la atenta mirada de los peces gordos de Hollywood sería una especie de auto-parodia interesante. En cualquier caso, y deseándole suerte, por mucho que nos guste DiCaprio, de Trumbo solo recogemos la anterior cita.

El cine es, efectivamente, la herramienta más poderosa para crear relatos. En España se conoce el acontecimiento histórico más importante de los últimos 100 años, la Guerra Civil, a través del cine. Un cine que, con alguna honrosa excepción, construyó el relato de que la guerra fue una barbaridad entre hermanos cometida por el exceso de dos bandos enloquecidos. Para muestra La mula (Michael Radford, 2013) con Mario Casas de nacional.

El segundo acontecimiento más importante de los últimos 50 años, la Transición, ha sido narrada a través de series y biopics. El relato, sobre el que se asienta La chica de ayer (Iñaki Mercero, 2009), es grosso modo el siguiente: por fin los españoles se pusieron de acuerdo en un alarde de generosidad dejando atrás rencillas del pasado, siendo capaces, todos, de hacer sacrificios en aras de un pacto modélico de convivencia con vistas al futuro.

La chica de ayer, remake de la británica Life on mars, constó de ocho capítulos que se emitieron en Antena 3 en prime time con más de dos millones de espectadores. Samuel Santos, el Inspector Jefe de Policía, principal protagonista representado por Ernesto Alterio, tiene un accidente y se despierta en 1977. Allí convive con las viejas formas de la policía retratadas especialmente en el rudo Inspector Jefe Joaquín Gallardo, mientras intenta entender qué ha pasado para volver a su vida real. La trama podría haber dado mucho más de sí, se podría haber utilizado el contexto más potente para el género negro y policiaco a lo Pepe CarvalhoToni Romano o Inspector Méndez, pero se cae en la comedia constante sin ningún tipo de tensión o intriga. Supongo que esta sería la intención principal de los creadores.

Aun con todo, a pesar de la simpleza tanto de la trama y su desarrollo como de los protagonistas, la serie nos deja algunos elementos del relato de la Transición. En uno de los capítulos se utiliza la lucha sindical de unos trabajadores que van a ser despedidos como pretexto del asesinato de un capataz de la fábrica. Samuel Santos, que viene del futuro democrático, es el más comprensivo con los sindicalistas, y en un tono paternalista les dice: “Hay que luchar, pero hay que seguir las normas”. El relato hegemónico que tapa el conflicto (en este caso la lucha de clases en su forma más evidente) vuele a aflorar en una especie de paradoja espacio-temporal: si hay un futuro democrático es porque hubo un pasado de lucha, por lo que la apelación a las leyes franquistas por parte del Inspector que viene de ese futuro democrático, no deja de ser curiosa.

La serie en sí es una constante pugna entre las visiones antigua moderna de la policía, es decir entre la policía franquista y la democrática. Entre el método de Santos y el de Gallardo. Cabría esperar un desenlace en que una parte convence a la otra, a priori la democrática. No obstante, esto no parece tan claro. En el capítulo que intenta rememorar –sin éxito– a los quinquis de Eloy de la Iglesia, pierde Samuel Santos: el quinqui reincide y acaba imponiéndose la mano dura de Gallardo frente al idealismo ineficiente de quien cree en la reinserción. Aunque Gallardo da algún síntoma de avance gracias a la influencia de Santos, es éste quien acaba asumiendo el viejo método: la falsificación de pruebas. Y lo hace como mal necesario, por un fin estrictamente personal y que él cree noble. Las leyes son inexpugnables, pero a veces hay que saltárselas… Salvo si eres sindicalista.

Mariano Sánchez Soler estima en La transición sangrienta (Península, 2010), que fueron asesinadas 600 personas en el modélico proceso desde 1975 y 1983. En la serie se recoge un episodio interesante en que los matones de la extrema derecha apalean a jóvenes gais. Hay un muerto… Pero de nuevo se desaprovecha un contexto idóneo para una buena trama y se patina sobre lo superficial, en este caso una relación sentimental. La serie parece decir: se cometían excesos y barbaridades, cierto, pero a pesar de todo el sistema funcionaba. Tanto es así que al jefe de los jóvenes falangistas, ex policía, lo expulsan de la comisaría ¡por saltarse las reglas! Si en las comisarías franquistas se torturaba tanto que a veces incluso saltabas por la ventana como Enrique Ruano, ¿qué haría para que lo expulsaran? ¿O quizás es que no se torturaba tanto y el que se pasaba era expulsado?

En resumen, La chica de ayer se queda en una comedia con algún tinte dramático e ínfulas históricas. Se pierde en la trama y en un contexto que no sabe manejar. Sirve para pasar el rato, si no le pides explicaciones. Antonio Garrido, que mejora algo en La playa de los ahogados (Gerardo Herrero, 2015) con un papel parecido, no da la talla como tipo duro; Ernesto Alterio a lo suyo.

viernes, 5 de febrero de 2016

¿Por qué Alberto Garzón es el líder más valorado pero el menos votado?


"Los dioses perciben el futuro, los hombres el presente y los sabios lo que se avecina"

Alberto Garzón es un digno heredero de Julio Anguita. No solo por su concepción de la política y su trayectoria coherente, apoyada en el ejemplo diario y en la reconciliación sacristaniana entre lo que se dice y lo que se hace. El joven Garzón también ha heredado el mal de Casandra en la mitología griega: tiene capacidad para adivinar el futuro, es decir las consecuencias desastrosas de determinadas políticas, pero nadie le cree (y si le creen no le hacen caso). Cuando Anguita decía que el Tratado de Maastricht acabaría malvendiendo la soberanía de España a los bancos alemanes, era un loco, un lunático o incluso un ser de otra galaxia, en palabras de Felipe González. Esto convirtió a Anguita en el líder mejor valorado en su época por parte de personas de distintas afinidades ideológicas, sin que ello se tradujera precisamente en una avalancha de votos; hoy nadie duda de que seguiría siendo el líder más valorado entre los políticos en activo y retirados. El CIS, que depende del Ministerio de Presidencia, nos dice que Garzón es el líder mejor valorado en España, tras una campaña reciente apoyada en un “discurso profético” sin trucos, unos resultados electorales malos y una situación muy delicada de su partido que, no olvidemos, ni siquiera dirige.

Llegados a este punto, cabe hacerse la gran pregunta: ¿cómo puede ser que, siendo el mejor valorado, es decir “el mejor” a ojos de los españoles, sea el menos votado de los cinco? La respuesta requeriría un profundo análisis sobre el comportamiento político y electoral, pero podemos dar algunos brochazos grosso modo

Lo primero que debemos saber es que una parte importante de las decisiones las tomamos de manera irracional, a pesar de nuestro eterno empeño en racionalizar nuestros actos. La emocionalidad, estrechamente ligada a eso que llaman instinto, influye en ocasiones de manera determinante. A veces pasa que te enamoras de quien supuestamente no es mejor pareja o podría hacerte a priori más feliz o tu vida más llevadera. Del mismo modo, no votas al líder que al menos en principio es más honesto, más preparado o mirará más por tus intereses. La emocionalidad (el miedo a los bolivarianos o la ilusión por el cambio) no es un invento del llamado populismo, sino que es algo tan viejo como al menos Aristóteles y su phatos. La americanización de la política y la hegemonía del enfoque estratégico sobre el temático en los medios de comunicación, tan solo le dan un punto más de importancia. No importan los programas o las propuestas, sino las riñas estrictamente electoralistas entre los candidatos en liza, cuyas cualidades -la puesta en escena- son el verdadero “programa”. En términos político-electorales, la elaboración colectiva de un programa serio de gobierno, la preparación y la trayectoria de tu candidato, se los merienda otro en un minuto en El Hormiguero. El clásico debate de 1960: para los que lo oyeron en la radio, ganó Nixon, para quienes lo vieron en la TV, ganó Kennedy gracias a su telegenia y su bronceado. A partir de ahí cambió todo.

A este escenario político-mediático-electoral exportado en las últimas décadas desde EE. UU. en que la toma de decisiones se hace desde un plano superficial, por decirlo así, hay que añadir otros factores. Las estrategias de comunicación y de campaña electoral, que miden desde los colores de las camisas hasta las metáforas utilizadas en los discursos, sumadas a algunos factores como lo que últimamente se está llamando neuropolítica, son cuestiones importantes a la hora de entender el comportamiento electoral. Por obvio, ni hace falta hablar de la ley electoral y sus innumerables efectos como el mal llamado “voto útil” ("yo votaría a Garzón, pero votarlo es tirar el voto porque no va a ganar"). No obstante, no podemos olvidar lo que seguirá siendo el núcleo central de lo político-electoral: la ideología. Se dice, y no es del todo falso, que se han perdido los grandes anclajes (pertenencia a una clase social, arraigo ideológico, etc.) que antes determinaban el voto, en aras de una desideologización de los partidos convertidos en aparatos “atrapalotodo” que se dirigen a una masa social amorfa cuya centralidad es la llamada “clase media”. De nuevo, las grandes cuestiones han sido sustituidas por cuestiones superficiales que sean capaces de atraer a un electorado volátil. La posmodernidad mató los grandes relatos, la metanarrativa, e impuso el pensamiento único: como mucho podemos cuestionar la salsa con la que seremos comidos.

Sin ser falso, este análisis es incompleto. En un contexto de supuesta desideologización (“todos son iguales”, “ya no creo en nada”, “yo voto al que mire por lo mío”), la ideología en su sentido profundo juega un papel determinante. Lo que sigue definiendo a una sociedad son sus relaciones económicas, sus relaciones de producción, lo que podríamos llamar su estructura. Sobre esta estructura se erige la superestructura como el conjunto de instituciones y aparatos ideológicos hechos a medida de la primera. El cemento que une ambas, que le da sentido, es la ideología, que es siempre la ideología de la clase económicamente dominante. Los seres humanos somos seres sociales, y por muy especiales que nos creamos, por mucha personalidad que creamos tener, no dejamos de ser el resultado de un proceso de socialización desde que nacemos hasta que morimos: familia, amigos, profesores, televisión, prensa, cine, etc. Todo está impregnado de ideología, especialmente aquello que parece neutro. No existe persona con más ideología que la que afirma no tener ninguna o que todas son un lastre. No solo a Garzón, sino al mundo, lo miramos con unas gafas empañadas de ideología.

El equipo de Garzón no solo juega en contra del escenario americanizado de la política donde impera el enfoque estratégico y su enfoque temático (programa, programa, programa) no pinta absolutamente nada, bien porque no tenga capacidad para manejarse en ese terreno o bien porque no admita plegarse a él; el equipo de Garzón también juega en contra de todo un sistema enorme que no es solo económico, sino social y, en última instancia, ideológico.

Para resumir, podríamos enumerar algunos factores que nos ayudan a responder la gran pregunta: la irracionalidad-emocionalidad a la hora de tomar decisiones electorales, la americanización de la política, el enfoque estratégico, los efectos perversos de la ley electoral o el tratarse de una lucha ideológica, la más cruenta de todas, son algunos. Todos ellos, unos genéricos y otros íntimamente ligados con las particularidades del sistema político español, están englobados en el marco de la desaparición del socialismo en el imaginario colectivo de las clases populares. Casi nada.

Otro día hablaremos, con la misma facilidad, de los errores y las limitaciones que viene arrastrando lo que debió ser un movimiento político y social y acabó convirtiéndose en un mal partido, estratégicamente desnortado, es decir con unos males que van más allá de lo electoral. Todo lo anteriormente dicho no es excusa para eludir la torpeza de un núcleo dirigente incapaz de leer el nuevo ciclo que abría el 15M y que acabaría dirigiendo Podemos, con IU mejor que los muertos pero peor que los vivos, al menos de momento.

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