domingo, 29 de octubre de 2017

El reto histórico de la izquierda ante la crisis de Estado: construir un proyecto de España



En ese intento permanente de ver desde los ojos del otro, imagino que la reacción del PP y Ciudadanos ante la declaración unilateral de independencia será parecida a la celebración de un gol de España. En este caso de lo que ellos entienden como España. ¿Por qué, si "España se rompe", o al menos su modelo territorial, son los senadores del PP quienes más contentos están? Aunque parezca obvio hay que repetirlo: mientras el eje social sea tapado por el eje nacional aquí hay poco que hacer.

El pujolismo fue por encima de todo un proceso ideológico exitoso: construyó una visión transversal de Cataluña desde una especie de complejo de superioridad. Una parte de la izquierda catalana asumió el relato, probablemente sin darse cuenta, y dedicó muy poco tiempo a intentar estrechar lazos con el pueblo español. De ese complejo de superioridad surgió algún insulto de carácter etnicista, algo que los andaluces nunca entendimos: el andalucismo, engarzado de manera profunda con la cuestión social, siempre fue un instrumento contra los privilegiados, de ahí que a la derecha que se reconoce como tal se le resista. Monedero dijo hace semanas que algo habrá hecho mal el independentismo para tener tan pocos apoyos fuera de Cataluña: lo lincharon. Garzón hizo un análisis mínimamente materialista de las contradicciones en el proceso: lo lincharon.



Que los independentistas se atrevan a poco menos que a marcar nuestras posiciones al mismo tiempo que el bloque monárquico-restaurador intenta colocarnos en el campo independentista por no compartir una estrategia autoritaria y fracasada, es el reflejo de una ausencia de proyecto de España. Hay razones históricas que justifican dicha ausencia: la llegada tardía del marxismo (de ahí la impronta del anarquismo), la imposición de una determinada idea de España por parte de los franquistas desde 1939 y las dificultades para pensar que tuvieron las mejores cabezas durante 40 años de dictadura. No existe un "marxismo español" y no existe un análisis riguroso más o menos compartido de la "cuestión nacional". Una izquierda que no tiene una posición clara, nítida, respecto al Estado es una izquierda "divagante", probablemente capaz de defender como nadie los derechos del atún rojo pero incapaz de poner encima de la mesa un proyecto de país que al menos sea escuchado por las clases populares.


La política no es una lucha por el voto, por las instituciones o el gobierno: es una lucha permanente por la hegemonía. Ésta, resumida como "visión del mundo", aquí y ahora se concreta en una visión de España. Partiendo de nuestras particularidades, a mí no se me ocurre otra cosa que no sea un proyecto plurinacional-popular. Pero para algo tan serio debemos tener capacidad para estrechar alianzas. Dicho de manera simplista: sin una alianza entre el pueblo catalán y el pueblo andaluz no hay salida. No podemos renunciar a construir fuera de Cataluña. No podemos renunciar a España. Togliatti dedicó sus 30 años como Secretario General a intentar una alianza por la base con los democristianos, consciente de que en Italia el proyecto nacional-popular estaba atravesado por dos contradicciones: la cuestión meridional (un norte industrializado y un sur agrario) y la cuestión vaticana-religiosa. Los campesinos católicos que votaban a la derecha eran igual de necesarios que los obreros turineses afiliados al PCI. El objetivo era nada más y nada menos que la unidad nacional.


En 1964 el debate entre Fernando Claudín y Santiago Carrillo dio como resultado la expulsión de los dos "intelectuales con cabeza de chorlito" que hicieron un análisis más preciso del desarrollo capitalista bajo el franquismo. Ahí se perdió mucho. A diferencia de la mayoría nucleada en torno a Carrillo, Claudín defendía que bajo el franquismo se estaba produciendo un desarrollo económico que permitía la integración de distintos sectores sociales y, por ésta entre otras razones, el franquismo no iba a culminar en una "crisis nacional revolucionaria". El capital monopolista podría dotarse de formas más o menos democráticas. No sé en qué año, pero cuenta la leyenda que Franco corrigió a un diplomático estadounidense frente al Valle de los Caídos: su verdadero monumento era la "clase media". Esa clase media advenediza, asustadiza, que surgió al calor del desarrollismo y lejos de brindar con champán cuando murió el dictador, se escondió debajo de la mesa.


El 15M rompió en buena medida esa aspiración de acenso social de las autoubicadas clases medias: ahí entendió Pablo Iglesias que hacer política en España consiste en hacer política para las clases medias. Pero no tardaría siquiera un año para darse cuenta de que no sólo era insuficiente sino que no podía ser el eje central de una acción política realmente transformadora. Ahí sigue estando el quid de la cuestión: cómo recoger la frustración de las clases medias, normalmente ilustradas, sin renunciar a las clases populares, con sus propias contradicciones. Cómo ser profundamente demócrata desde una perspectiva republicana, apoyando el referéndum pactado y al mismo tiempo luchando contra cualquier intento de confederalización del norte y regionalización del sur. Recoger el descontento urbano en las grandes ciudades sin renunciar a las zonas rurales, a los pueblos pequeños, los cuales representan cerca del 90% de los más de 8.000 municipios españoles.


La cuestión federal en España está atravesada por dos cuestiones fundamentales: el cuidado primoroso de las particularidades históricas, culturales, etc. de las naciones por un lado y, por otro, el reequilibrio territorial en términos económicos y sociales. Ésa debería ser la tarea histórica de la izquierda ante la crisis de Estado: la unidad, en positivo, en la diversidad, en términos democráticos, económicos y sociales, de España. La unidad del pueblo español en la búsqueda de su verdadera soberanía en –no lo olvidemos– un contexto geopolítico concreto: la Unión Europea alemana. Una República Federal y Solidaria que construya valores cívicos: igualdad, fraternidad, solidaridad. En el actual contexto, dicha propuesta presentada de forma "transversal" (es decir, que no se base principalmente ni en el rechazo a la monarquía ni en la memoria histórica; y no por ello se debe renunciar a ésta) puede abrirse paso ante el agotamiento de la Constitución, la muerte del Estado de las Autonomías y el enquistamiento de las posiciones de Rajoy y Puigdemont. Mirar atrás para proponer una especie de regreso a la situación precrisis sería inútil. Fueron las élites económicas y el bipartidismo servil quienes iniciaron su particular proceso “deconstituyente” a partir de mayo de 2010. Propongamos nosotros un verdadero Proceso Constituyente.


Ahora mismo el bloque monárquico-restaurador celebra el gol de esa España que cabe en una caja de zapatos. El choque de trenes genera frustración, resentimiento y odio. El franquismo sociológico, a veces soterrado, sale a flote. Se saca la bandera contra el otro, contra cualquier posible avance democrático (matrimonio gay, aborto, etc.). Como advertía Bertolt Brecht, lo malo de un nacionalista es que vuelve nacionalista al que tiene enfrente. Es un escenario complicado para la Política con mayúscula. Sin embargo, si construimos en positivo, sin complejos, nuestro proyecto plurinacional-popular en forma de republicanismo federal puede ir abriéndose paso ante el enquistamiento que hoy refuerza las posiciones más reaccionarias. No hablamos de una lucha por significantes vacíos, hablamos de algo mucho más importante: una lucha por el alma de las clases trabajadoras españolas que a día de hoy no entienden nuestra posición. Sin inhibirnos del movimiento, pero con altura de miras, con perspectiva estratégica, esto es, sin caer en reducciones «subjetivistas» que desatiendan los procesos estructurales de fondo. Defendamos los derechos democráticos con la misma vehemencia con que condenamos cualquier tentativa represora del bloque monárquico-restaurador: construyamos, al mismo tiempo, nuestro proyecto republicano y federal de España.

martes, 3 de octubre de 2017

Cataluña: una brecha en la crisis de régimen


No fueron pocas las voces que dieron por terminada la crisis de régimen tras el 26J. El regreso triunfante de Rajoy a la Moncloa, esta vez auspiciado por el PSOE y Ciudadanos, sugería cerrar un ciclo de incertidumbre en el que parecía que las cosas, esta vez sí, podían cambiar. Los argumentos eran parecidos a los usados por quienes infravaloraron el 15M antes, durante y especialmente después de la mayoría absoluta del PP en 2011. Una mirada corta centrada en el plano electoral-institucional. Como si la crisis económica y la posterior crisis de hegemonía tuvieran una traslación política inmediata y obligatoriamente en una dirección emancipadora.

Con la crisis económica se fueron disgregando dos piezas fundamentales del bloque histórico de poder en torno al cual se ha estructurado el llamado régimen del 78. Se rompió uno de los consensos principales que garantizaban su estabilidad: la esperanza de ascenso social de las autoubicadas clases medias. A los padres de la generación de la Transición se les dijo que sus sacrificios valían la pena porque sus hijos vivirían ostensiblemente mejor que ellos; a los hijos se les dijo que si estudiaban vivirían mejor que sus padres. Sin embargo, el ascensor social se rompió y esa generación calificada como la más preparada de la historia –supongo que en términos académicos– vio mermadas sus expectativas. El concepto de clase media es una construcción ideológica; más que de un análisis sociológico riguroso parte de una permanente aspiración. No obstante, la –modesta– extensión del Estado de bienestar dio algo de sentido a dicha aspiración y convirtió a esas autoubicadas clases medias no sólo en un actor político fundamental, sino también en un campo de batalla.

Especialmente en los primeros pasos del 15M se apreciaba en algunos sectores un reclamo egoísta-pasional que consistía básicamente en pedir lo que cada uno entendía como «lo suyo». Luego se produjeron reivindicaciones sectoriales («lo mío y lo de los míos») y queda pendiente, todavía, unificar y elevar las luchas a un plano «universal». En cualquier caso, más allá de algunos repliegues conservadores los representantes políticos del poder económico han perdido la legitimidad para una parte importante de esas clases medias que ya no creen en lo que antes creían. Pensar que con una cierta estabilidad política-institucional se impondrá una nueva normalidad significa confiar más en un sistema económico incompatible con los derechos sociales más básicos que en la mayoría social. A pesar de una maquinaria de propaganda nada desdeñable las condiciones económicas y materiales de los sectores populares seguirán empobreciéndose (a no ser que los dirigentes del PP tengan razón). Estas condiciones no determinan nada al menos desde el asesinato de Rosa Luxemburgo en 1919, pero sí garantizan la posibilidad de dar la batalla más allá del plano institucional-parlamentario.

Las clases dominantes han tenido históricamente un proyecto de país bien definido. La alianza de las oligarquías españolas (oligarquías castellano-manchegas, aristócratas andaluces…) con las burguesías catalana y vasca ha nucleado de manera exitosa durante demasiado tiempo el bloque histórico de poder en España. La crisis catalana evidencia que dicha alianza parece romperse. Estamos ante un proceso transversal, complejo social, cultural y políticamente, pero parece evidente que la burguesía catalana busca su propio espacio de competición en un contexto económico y geopolítico concreto. Esto no quiere decir que el proceso sea «burgués». Por cuestiones de tiempo y espacio no entro en lo que sin duda podrían ser reducciones, simplemente constato lo que cualquier análisis sociológico refleja: las clases más privilegiadas están por la independencia. O si se prefiere, las clases más privilegiadas están, también, y con más entusiasmo, por la independencia. Dicho esto, la imagen de desborde social los días siguientes el 1-O parece inequívoca.

Aunque pueda parecer una obviedad, no está de más recordar que las élites españolas y catalanas históricamente han hecho gala de su instinto de clase anteponiendo sus intereses económicos compartidos a las diferencias culturales, por ejemplo. Sin necesidad de remontarnos a Cambó, valga como ejemplo el Pacto del Majestic en el que, en 1996, el hoy defenestrado Jordi Pujol conseguía el gobierno en Cataluña, más competencias y la cabeza de Vidal-Quadras a cambio de darle el gobierno a Aznar. Más allá del resultado final del proceso, se llegue a algún pacto o no, parece difícil que la ruptura quede en una anécdota. Se están intentando encarcelar a los políticos con los que hace no mucho se aprobaban presupuestos. Cuando se pierde el consentimiento aparece la otra cara del poder: la fuerza, la coerción, esas fuerzas de seguridad dando porrazos y decomisando alijos de urnas y papeletas.

Señalar estos apuntes no puede servir de coartada para inhibirse del movimiento. Que el árbitro sea malo no puede ser una excusa para no acudir al partido, máxime cuando siempre hemos jugado en campo contrario y con el árbitro comprado. Sin embargo, ir más allá de los análisis abstractos y genéricos (democracia, libertad, voluntad, etc.) puede servir para situar mejor un proceso complejo, dialéctico y contradictorio. Aunque estamos ante un conflicto de siglos, con una base histórica y culturalmente arraigado, la crisis económica y la disgregación del bloque histórico de poder no son detalles menores. Esto no significa que esa inmensa mayoría social catalana que aboga por el referéndum ni esa parte importante que defiende directamente la independencia sean un ejército de zombis manipulados (¡no como nosotros!). Sin embargo, detrás de una mirada estrictamente «subjetivista» existen unas condiciones económicas y materiales sin las cuales sería difícil entender la crisis catalana.

Llegados a este punto, cabría hacerse de nuevo una de las grandes preguntas: ¿dónde está el poder? Si está en Madrid, ya sea en la banca o en el propio Congreso de los Diputados, tiene sentido iniciar un proceso independentista en clave soberanista. La soberanía implica la capacidad de un pueblo para regir su propio destino, también –y quizá principalmente– en el ámbito económico. Para un libre y profundo desarrollo de los derechos relacionados con la democracia formal, vinculada principalmente con los procedimientos, se necesitan condiciones económicas y materiales: democracia material. Para un sintecho no hay libertad ni democracia que valga. A veces se nos olvida que España está enmarcada en un contexto geopolítico concreto y bien definido: la Unión Europea subordinada al capital alemán y subordinada, al mismo tiempo, a los intereses geoestratégicos de EEUU. Los países del sur son poco más que protectorados, ¿o acaso la tragedia griega no ha servido para nada? El proceso catalán puede ser defendido de manera impecable desde argumentos democratistas, pero si únicamente consiste en una «libre elección de amos» más que de un derecho de autodeterminación en el sentido profundo del término se tratará de mero secesionismo.

La cuestión federal española está atravesada por dos cuestiones fundamentales: las diferencias culturales y las diferencias económicas entre territorios. Un federalismo que se precie debe cuidar esas diferencias culturales asumiendo que en distintas épocas han sido reprimidas y precisamente por ello se ha generado una actitud necesariamente defensiva en ocasiones. Al mismo tiempo, se debe poner el acento en el carácter solidario de dicho federalismo. Esas diferencias no pueden servir de coartada cultural para legitimar posturas insolidarias que acaben en un norte confederado y en un sur a una segunda velocidad. Dicho de manera simplista: sin una alianza entre el pueblo catalán y el pueblo andaluz no hay salida democrática y con justicia social posible a la cuestión territorial española. Esto necesita una reorientación del marco de debate tanto en Cataluña como en el resto del Estado.

La tarea estratégica de la izquierda es la construcción de un nuevo bloque histórico ante la proletarización de las llamadas clases medias, el surgimiento de un nuevo proletariado urbano y los cambios introducidos por un «capitalismo app» que poco tiene que ver con el capitalismo fordista. Este bloque histórico, para que sea tal, no puede quedarse en una mera alianza de clases, debe dotarse de un proyecto ético-político, de una visión del mundo propia y autónoma. Los intereses corporativos como clases, subclases o sectores sociales deben ser elevados en una mirada universal. Esto pasa por construir una visión compartida de país. Es el gran reto de una izquierda que perdió el concepto de España en 1939 y ha sido incapaz de construir un proyecto «nacional-popular». Una estrategia política certera exige del reconocimiento exhaustivo de las particularidades nacionales. Ante el inminente surgimiento de un proyecto plurinacional-popular debemos insistir en lo popular porque nadie más lo hará y el margen de debate es ínfimo. Es lo que nos diferencia de quienes intentan iniciar en Europa un repliegue nacional ante el fracaso de la globalización: la confianza real en el pueblo.

Francisco Fernández Buey escribió en 1997: «La hipótesis de partida es la siguiente: no habrá en España una alternativa de izquierdas renovada que no sea federalista en lo cultural, confederal en lo organizativo y moralmente sensible a las diferencias de las distintas nacionalidades y regiones». 20 años después a mí no se me ocurre otra fórmula viable. 

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