martes, 17 de noviembre de 2015

La cortina de humo (o la construcción de un relato)



Hoy nadie duda de que la política haya cambiado en los últimos tiempos. Ese cambio, que abarca prácticamente todos sus ámbitos (participación, comunicación…), acepta matices tanto de profundidad como de contenido y forma, pero es una tendencia incuestionable en todas las democracias liberales-representativas. La cortina de humo (Barry Levinson, 1997) nos sirve de ejemplo paradigmático para ceñirnos al ámbito de la comunicación.

La comunicación política, hasta entonces de masas, respondía a un modelo político de inclusión de éstas, de grandes partidos con grandes cleavages definidos en los que las ideologías, los programas transformadores y los proyectos no eran antiguallas, sino la razón de ser de dichos partidos. Esto empezó a cambiar en Estados Unidos a partir de la década de los cincuenta cuando los publicistas empezaron a convertirse en piezas clave de las campañas electorales. Sin embargo, no sería hasta el debate de 1960 entre Kennedy y Nixon cuando todos los estrategas electorales, especialmente referidos a la comunicación, tuvieran que adaptarse a un nuevo escenario.

Para la mayoría de quienes escucharon el aclamado debate por radio, ganó Nixon. Sin embargo, para la mayoría de quienes vieron el debate por televisión, ganó Kennedy. Se puso de manifiesto empíricamente que hay un porcentaje de la comunicación (hoy existe un consenso en que se trata precisamente de un porcentaje mayoritario) que responde a lo que podríamos denominar en términos genéricos puesta en escena, en la que aspectos hasta entonces obviados como el físico (en el caso de Kennedy su sonrisa, su mirada, su bronceado, etc. Frente a un a Nixon visiblemente enfermo), la comunicación no verbal o la teatralidad se imponen a argumentos objetivos-programáticos.  Desde entonces, y especialmente con el paso del tiempo hasta llegar a nuestros días, el fin último de una campaña en general y de una estrategia de comunicación en particular, es emocionar al votante, ya que la emocionalidad es un factor más movilizador que, por ejemplo, la racionalidad. A pesar de que los seres humanos gastemos una parte importante de nuestras energías en racionalizar nuestras acciones, lo que verdaderamente nos mueve son las emociones. Ejemplos no faltan, y estudios de lo que se ha acabado llamando neuropolítica tampoco. No obstante, hay que decir esto no es nada nuevo, ya que la apelación al phatos viene, al menos, desde tiempos de la retórica aristotélica.

La cortina de humo pone encima de la mesa los elementos clave a la hora de entender la comunicación. El primer problema que se presenta es el de agenda-setting, es decir el de colocar en la agenda mediática los temas que te convienen que sean de actualidad, esto es, los temas que te beneficien o perjudiquen a tus rivales. Quien impone de qué se habla parte con ventaja, y en el caso de la película nuestro protagonista iba perdiendo ya que, para más inri, el tema central de debate era algo tan negativo como una acusación de acoso sexual. Frente a este panorama, su equipo de campaña dirigido por un número exiguo de personas, intenta retomar la iniciativa. Hay debates de los cuales no puedes salir con respuestas o argumentarios ni siquiera aunque tengas razón. Si bajas al charco de barro que te impone el adversario, has perdido de antemano. Esta es la razón principal por la que los políticos y los partidos suelen pasar de puntillas por sus casos de corrupción, lejos de entonar el mea culpa al menos de cara a la galería; los analistas expertos coinciden en que la única manera de salir indemne (o al menos vivo) de un escándalo de corrupción es hacer como si no hubiera pasado nada (y si encima puedes desviar la atención como el Gobierno, hacia Gibraltar, por el caso Bárcenas, mejor). Por lo tanto, el equipo de campaña retoma la iniciativa y piensa una cuestión de mayor calado. Para tapar un escándalo, otro escándalo más grande. Una guerra.

Salvo en escasas ocasiones de pésima gestión, un atentado, un desastre natural o un acontecimiento doloroso, eleva automáticamente la popularidad del gobernante que afronta el desafío. Si se trata de un enemigo externo, más aun, ya que radicaliza la dialéctica schimittiana de amigo/enemigo. Sin antagonismo no hay política. No olvidemos que el objetivo último, a fin de cuentas, de un político es representar los intereses generales de la nación, aunque solo sea representante de una clase social, por ejemplo. Esta hegemonía es más fácil construir cuando se tiene enfrente un enemigo perfectamente definido y dibujado: el comunismo, el terrorismo, la casta, la oligarquía o el imperialismo.

Bien para definir el enemigo o bien para diseñar una guerra, más que argumentos lógicos y racionales, hace falta la construcción de un relato, sencillo, emocional y que en definitiva sea una historia (la prueba de fuego: todas las secretarias llorando tras el ensayo del discurso del Presidente). El relato es el sustento de la comunicación (pos)moderna. El ejemplo de las armas de destrucción masiva inexistentes en Irak da prueba de ello. Frente a tamaña amenaza, solo cabe pensar con el estómago y legitimar cualquier acción frente al terror. Y que sea rápido. Si todos los medios de comunicación al unísono nos venden el relato de las armas de destrucción masiva, ¿cómo pararnos a pensar reflexivamente, primero, si eso es verdad, y segundo, si la solución es bombardear a todo un país? Somos rehenes del miedo, de la llamada doctrina del shock. En la película esto se ve perfectamente. Da igual cuál sea el país, dan igual las razones, lo importante es el relato que emocione: los detalles de la niña, de Zapato, los eslóganes, las canciones, etc. son imprescindibles. El storytelling necesita de elementos que hagan del relato algo atractivo y conmovedor, a diferencia de la clásica y fría comunicación: mitos, arquetipos, metáforas… que doten a dicho relato de sentimientos de heroicidad, identificación, leyenda, etc. Todos estos elementos los tenemos perfectamente identificados en la política. Que el verdadero guionista de la campaña sea un productor de cine es la guinda.

Quién nos iba a decir hace tan solo diez años que un tertuliano con coleta podría aspirar con posibilidades a la Presidencia de España, o que todos los candidatos se darían codazos por salir en programas como El Hormiguero. La americanización de la política española es ya un hecho incuestionable. Las áreas de participación colectiva de los programas electorales, las asambleas y los militantes pintan poco en este nuevo escenario. Lo dijo de manera profética Alfonso Guerra hace bastantes años: “prefiero un minuto en televisión que 10.000 militantes”. Pablo Iglesias años antes de pisar su primer plató ya lo tenía claro: “la gente no milita en las organizaciones políticas sino en los medios de comunicación”. Albert Rivera dijo que él, que tenía mejor facha que todos ellos también sabía jugar a esto. Luego Pedro Sánchez sacó una enorme bandera rojigualda y presentó a su mujer a lo Obama como diciendo que él era una persona normal. Los que no puedan, bien por capacidad o bien por un compromiso ideológico que choca con los intereses de los grandes capitales propietarios de todas las televisiones -sin excepción-, surfear la ola de la espectacularización lo tienen complicado. Y si no que se lo pregunten al bueno de Alberto Garzón.

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