Hoy nadie duda de que la política haya
cambiado en los últimos tiempos. Ese cambio, que abarca prácticamente todos sus
ámbitos (participación, comunicación…), acepta matices tanto de profundidad
como de contenido y forma, pero es una tendencia incuestionable en todas las
democracias liberales-representativas. La
cortina de humo (Barry Levinson, 1997) nos sirve de ejemplo paradigmático para ceñirnos al ámbito
de la comunicación.
La comunicación política, hasta
entonces de masas, respondía a un modelo político de inclusión de éstas, de
grandes partidos con grandes cleavages
definidos en los que las ideologías, los programas transformadores y los proyectos
no eran antiguallas, sino la razón de ser de dichos partidos. Esto empezó a
cambiar en Estados Unidos a partir de la década de los cincuenta cuando los
publicistas empezaron a convertirse en piezas clave de las campañas
electorales. Sin embargo, no sería hasta el debate de 1960 entre Kennedy y
Nixon cuando todos los estrategas electorales, especialmente referidos a la
comunicación, tuvieran que adaptarse a un nuevo escenario.
Para la mayoría de quienes escucharon
el aclamado debate por radio, ganó Nixon. Sin embargo, para la mayoría de
quienes vieron el debate por televisión, ganó Kennedy. Se puso de manifiesto
empíricamente que hay un porcentaje de la comunicación (hoy existe un consenso
en que se trata precisamente de un porcentaje mayoritario) que responde a lo
que podríamos denominar en términos genéricos puesta en escena, en la que aspectos hasta entonces obviados como
el físico (en el caso de Kennedy su sonrisa, su mirada, su bronceado, etc. Frente
a un a Nixon visiblemente enfermo), la comunicación no verbal o la teatralidad
se imponen a argumentos objetivos-programáticos.
Desde entonces, y especialmente con el
paso del tiempo hasta llegar a nuestros días, el fin último de una campaña en
general y de una estrategia de comunicación en particular, es emocionar al
votante, ya que la emocionalidad es un factor más movilizador que, por ejemplo,
la racionalidad. A pesar de que los seres humanos gastemos una parte importante
de nuestras energías en racionalizar
nuestras acciones, lo que verdaderamente nos mueve son las emociones. Ejemplos
no faltan, y estudios de lo que se ha acabado llamando neuropolítica tampoco. No
obstante, hay que decir esto no es nada nuevo, ya que la apelación al phatos viene, al menos, desde tiempos de
la retórica aristotélica.
La cortina de humo pone encima de la mesa los elementos clave a la hora de entender la
comunicación. El primer problema que se presenta es el de agenda-setting, es decir el de colocar en la agenda mediática los
temas que te convienen que sean de actualidad, esto es, los temas que te
beneficien o perjudiquen a tus rivales. Quien impone de qué se habla parte con
ventaja, y en el caso de la película nuestro protagonista iba perdiendo ya que,
para más inri, el tema central de debate era algo tan negativo como una
acusación de acoso sexual. Frente a este panorama, su equipo de campaña
dirigido por un número exiguo de personas, intenta retomar la iniciativa. Hay
debates de los cuales no puedes salir con respuestas o argumentarios ni
siquiera aunque tengas razón. Si bajas al charco de barro que te impone el
adversario, has perdido de antemano. Esta es la razón principal por la que los
políticos y los partidos suelen pasar de puntillas por sus casos de corrupción,
lejos de entonar el mea culpa al
menos de cara a la galería; los analistas expertos coinciden en que la única
manera de salir indemne (o al menos vivo) de un escándalo de corrupción es
hacer como si no hubiera pasado nada (y si encima puedes desviar la atención
como el Gobierno, hacia Gibraltar, por el caso Bárcenas, mejor). Por lo tanto,
el equipo de campaña retoma la iniciativa y piensa una cuestión de mayor
calado. Para tapar un escándalo, otro escándalo más grande. Una guerra.
Salvo en escasas ocasiones de pésima
gestión, un atentado, un desastre natural o un acontecimiento doloroso, eleva
automáticamente la popularidad del gobernante que afronta el desafío. Si se
trata de un enemigo externo, más aun, ya que radicaliza la dialéctica
schimittiana de amigo/enemigo. Sin antagonismo no hay política. No olvidemos
que el objetivo último, a fin de cuentas, de un político es representar los
intereses generales de la nación, aunque solo sea representante de una clase
social, por ejemplo. Esta hegemonía
es más fácil construir cuando se tiene enfrente un enemigo perfectamente
definido y dibujado: el comunismo, el terrorismo, la casta, la oligarquía o el
imperialismo.
Bien para definir el enemigo o bien
para diseñar una guerra, más que argumentos lógicos y racionales, hace falta la
construcción de un relato, sencillo, emocional y que en definitiva sea una
historia (la prueba de fuego: todas las secretarias llorando tras el ensayo del
discurso del Presidente). El relato es el sustento de la comunicación
(pos)moderna. El ejemplo de las armas de destrucción masiva inexistentes en
Irak da prueba de ello. Frente a tamaña amenaza, solo cabe pensar con el
estómago y legitimar cualquier acción frente al terror. Y que sea rápido. Si
todos los medios de comunicación al unísono nos venden el relato de las armas
de destrucción masiva, ¿cómo pararnos a pensar reflexivamente, primero, si eso
es verdad, y segundo, si la solución es bombardear a todo un país? Somos
rehenes del miedo, de la llamada doctrina
del shock. En la película esto se ve perfectamente. Da igual cuál sea el
país, dan igual las razones, lo importante es el relato que emocione: los detalles
de la niña, de Zapato, los eslóganes, las canciones, etc. son imprescindibles. El
storytelling necesita de elementos
que hagan del relato algo atractivo y conmovedor, a diferencia de la clásica y
fría comunicación: mitos, arquetipos, metáforas… que doten a dicho relato de sentimientos
de heroicidad, identificación, leyenda, etc. Todos estos elementos los tenemos
perfectamente identificados en la política. Que el verdadero guionista de la campaña sea un productor
de cine es la guinda.
Quién nos iba a decir hace tan solo
diez años que un tertuliano con coleta podría aspirar con posibilidades a la
Presidencia de España, o que todos los candidatos se darían codazos por salir
en programas como El Hormiguero. La americanización
de la política española es ya un hecho incuestionable. Las áreas de
participación colectiva de los programas electorales, las asambleas y los
militantes pintan poco en este nuevo escenario. Lo dijo de manera profética
Alfonso Guerra hace bastantes años: “prefiero un minuto en televisión que 10.000
militantes”. Pablo Iglesias años antes de pisar su primer plató ya lo tenía
claro: “la gente no milita en las organizaciones políticas sino en los medios
de comunicación”. Albert Rivera dijo que él, que tenía mejor facha que todos
ellos también sabía jugar a esto. Luego Pedro Sánchez sacó una enorme bandera
rojigualda y presentó a su mujer a lo Obama como diciendo que él era una
persona normal. Los que no puedan, bien por capacidad o bien por un compromiso
ideológico que choca con los intereses de los grandes capitales propietarios de todas las televisiones -sin excepción-, surfear la ola de la espectacularización lo tienen complicado. Y si
no que se lo pregunten al bueno de Alberto Garzón.
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