No fueron pocas las voces que
dieron por terminada la crisis de régimen tras el 26J. El regreso triunfante de
Rajoy a la Moncloa, esta vez auspiciado por el PSOE y Ciudadanos, sugería
cerrar un ciclo de incertidumbre en el que parecía que las cosas, esta vez sí,
podían cambiar. Los argumentos eran parecidos a los usados por quienes
infravaloraron el 15M antes, durante y especialmente después de la mayoría
absoluta del PP en 2011. Una mirada corta centrada en el plano
electoral-institucional. Como si la crisis económica y la posterior crisis de
hegemonía tuvieran una traslación política inmediata y obligatoriamente en una
dirección emancipadora.
Con la crisis económica se fueron
disgregando dos piezas fundamentales del bloque histórico de poder en torno al
cual se ha estructurado el llamado régimen del 78. Se rompió uno de los
consensos principales que garantizaban su estabilidad: la esperanza de ascenso
social de las autoubicadas clases medias. A los padres de la generación de la
Transición se les dijo que sus sacrificios valían la pena porque sus hijos
vivirían ostensiblemente mejor que ellos; a los hijos se les dijo que si
estudiaban vivirían mejor que sus padres. Sin embargo, el ascensor social se
rompió y esa generación calificada como la más preparada de la historia –supongo
que en términos académicos– vio mermadas sus expectativas. El concepto de clase
media es una construcción ideológica; más que de un análisis sociológico
riguroso parte de una permanente aspiración. No obstante, la –modesta–
extensión del Estado de bienestar dio algo de sentido a dicha aspiración y
convirtió a esas autoubicadas clases medias no sólo en un actor político
fundamental, sino también en un campo de batalla.
Especialmente en los primeros
pasos del 15M se apreciaba en algunos sectores un reclamo egoísta-pasional que
consistía básicamente en pedir lo que cada uno entendía como «lo
suyo».
Luego se produjeron reivindicaciones sectoriales («lo mío y lo de los míos»)
y queda pendiente, todavía, unificar y elevar las luchas a un plano «universal».
En cualquier caso, más allá de algunos repliegues conservadores los
representantes políticos del poder económico han perdido la legitimidad para
una parte importante de esas clases medias que ya no creen en lo que antes
creían. Pensar que con una cierta estabilidad política-institucional se
impondrá una nueva normalidad significa confiar más en un sistema económico
incompatible con los derechos sociales más básicos que en la mayoría social. A
pesar de una maquinaria de propaganda nada desdeñable las condiciones
económicas y materiales de los sectores populares seguirán empobreciéndose (a
no ser que los dirigentes del PP tengan razón). Estas condiciones no determinan
nada al menos desde el asesinato de Rosa Luxemburgo en 1919, pero sí garantizan
la posibilidad de dar la batalla más allá del plano
institucional-parlamentario.
Las clases dominantes han tenido
históricamente un proyecto de país bien definido. La alianza de las oligarquías
españolas (oligarquías castellano-manchegas, aristócratas andaluces…) con las
burguesías catalana y vasca ha nucleado de manera exitosa durante demasiado
tiempo el bloque histórico de poder en España. La crisis catalana evidencia que
dicha alianza parece romperse. Estamos ante un proceso transversal, complejo
social, cultural y políticamente, pero parece evidente que la burguesía
catalana busca su propio espacio de competición en un contexto económico y
geopolítico concreto. Esto no quiere decir que el proceso sea «burgués».
Por cuestiones de tiempo y espacio no entro en lo que sin duda podrían ser
reducciones, simplemente constato lo que cualquier análisis sociológico
refleja: las clases más privilegiadas están por la independencia. O si se prefiere,
las clases más privilegiadas están, también, y con más entusiasmo, por la
independencia. Dicho esto, la imagen de desborde social los días siguientes el 1-O parece inequívoca.
Aunque pueda parecer una
obviedad, no está de más recordar que las élites españolas y catalanas históricamente
han hecho gala de su instinto de clase anteponiendo sus intereses económicos
compartidos a las diferencias culturales, por ejemplo. Sin necesidad de
remontarnos a Cambó, valga como ejemplo el Pacto del Majestic en el que, en
1996, el hoy defenestrado Jordi Pujol conseguía el gobierno en Cataluña, más
competencias y la cabeza de Vidal-Quadras a cambio de darle el gobierno a
Aznar. Más allá del resultado final del proceso, se llegue a algún pacto o no,
parece difícil que la ruptura quede en una anécdota. Se están intentando
encarcelar a los políticos con los que hace no mucho se aprobaban presupuestos.
Cuando se pierde el consentimiento aparece la otra cara del poder: la fuerza,
la coerción, esas fuerzas de seguridad dando porrazos y decomisando alijos de
urnas y papeletas.
Señalar estos apuntes no puede
servir de coartada para inhibirse del movimiento. Que el árbitro sea malo no
puede ser una excusa para no acudir al partido, máxime cuando siempre hemos
jugado en campo contrario y con el árbitro comprado. Sin embargo, ir más allá
de los análisis abstractos y genéricos (democracia, libertad, voluntad, etc.) puede
servir para situar mejor un proceso complejo, dialéctico y contradictorio. Aunque
estamos ante un conflicto de siglos, con una base histórica y culturalmente
arraigado, la crisis económica y la disgregación del bloque histórico de poder no
son detalles menores. Esto no significa que esa inmensa mayoría social catalana
que aboga por el referéndum ni esa parte importante que defiende directamente
la independencia sean un ejército de zombis manipulados (¡no como nosotros!).
Sin embargo, detrás de una mirada estrictamente «subjetivista»
existen unas condiciones económicas y materiales sin las cuales sería difícil
entender la crisis catalana.
Llegados a este punto, cabría
hacerse de nuevo una de las grandes preguntas: ¿dónde está el poder? Si está en
Madrid, ya sea en la banca o en el propio Congreso de los Diputados, tiene
sentido iniciar un proceso independentista en clave soberanista. La soberanía
implica la capacidad de un pueblo para regir su propio destino, también –y
quizá principalmente– en el ámbito económico. Para un libre y profundo
desarrollo de los derechos relacionados con la democracia formal, vinculada
principalmente con los procedimientos, se necesitan condiciones económicas y
materiales: democracia material. Para un sintecho no hay libertad ni democracia
que valga. A veces se nos olvida que España está enmarcada en un contexto
geopolítico concreto y bien definido: la Unión Europea subordinada al capital
alemán y subordinada, al mismo tiempo, a los intereses geoestratégicos de EEUU.
Los países del sur son poco más que protectorados, ¿o acaso la tragedia griega
no ha servido para nada? El proceso catalán puede ser defendido de manera
impecable desde argumentos democratistas, pero si únicamente consiste en una «libre
elección de amos» más que de un derecho de autodeterminación en el sentido
profundo del término se tratará de mero secesionismo.
La cuestión federal española está
atravesada por dos cuestiones fundamentales: las diferencias culturales y las
diferencias económicas entre territorios. Un federalismo que se precie debe
cuidar esas diferencias culturales asumiendo que en distintas épocas han sido
reprimidas y precisamente por ello se ha generado una actitud necesariamente
defensiva en ocasiones. Al mismo tiempo, se debe poner el acento en el carácter
solidario de dicho federalismo. Esas diferencias no pueden servir de coartada
cultural para legitimar posturas insolidarias que acaben en un norte
confederado y en un sur a una segunda velocidad. Dicho de manera simplista: sin
una alianza entre el pueblo catalán y el pueblo andaluz no hay salida
democrática y con justicia social posible a la cuestión territorial española.
Esto necesita una reorientación del marco de debate tanto en Cataluña como en
el resto del Estado.
La tarea estratégica de la
izquierda es la construcción de un nuevo bloque histórico ante la proletarización
de las llamadas clases medias, el surgimiento de un nuevo proletariado urbano y
los cambios introducidos por un «capitalismo app» que poco tiene que ver con el
capitalismo fordista. Este bloque histórico, para que sea tal, no puede
quedarse en una mera alianza de clases, debe dotarse de un proyecto
ético-político, de una visión del mundo propia y autónoma. Los intereses
corporativos como clases, subclases o sectores sociales deben ser elevados en
una mirada universal. Esto pasa por construir una visión compartida de país. Es
el gran reto de una izquierda que perdió el concepto de España en 1939 y ha
sido incapaz de construir un proyecto «nacional-popular». Una estrategia
política certera exige del reconocimiento exhaustivo de las particularidades
nacionales. Ante el inminente surgimiento de un proyecto plurinacional-popular
debemos insistir en lo popular porque nadie más lo hará y el margen de debate
es ínfimo. Es lo que nos diferencia de quienes intentan iniciar en Europa un
repliegue nacional ante el fracaso de la globalización: la confianza real en el
pueblo.
Francisco Fernández Buey escribió
en 1997: «La hipótesis de partida es la siguiente: no habrá en España
una alternativa de izquierdas renovada que no sea federalista en lo cultural,
confederal en lo organizativo y moralmente sensible a las diferencias de las
distintas nacionalidades y regiones». 20 años después a mí no se
me ocurre otra fórmula viable.
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