Los ochenta fueron los años de la
contraofensiva conservadora por excelencia. Ronald Reagan en Estados Unidos y
Margaret Tatcher en Gran Bretaña aprovecharon a una Unión Soviética en los
estertores para hacer desaparecer del imaginario colectivo de las clases
populares cualquier proyecto alternativo. Como siempre, esto es importante recordarlo,
esta contraofensiva es principalmente cultural, es decir ideológica. Y como
desde los años 30, no existe campo más crucial a la hora de librar esta batalla
que el cine. Podríamos decir que el cine, especialmente de masas, es la gran
fotografía política de cada época. Si quieren saber qué preocupa a las élites
estadounidenses, basta con que vean la cartelera y se fijen en aquellas
películas aparentemente neutrales o de simple entretenimiento. ¿Es casualidad
que todos los superhéroes nacieran en la misma época? ¿Es casualidad que
resuciten en el tiempo en que Estados Unidos sufre una crisis de liderazgo?
Es difícil simplificar, pero
podemos afirmar que el cine de los 80 fue tremendamente reaccionario, no por
casualidad, sino por un contexto determinado de Guerra Fría y de cambios
internos en los propios Estados Unidos. La grandeza del mítico Rambo no es tanto que pueda acabar él
solo con vietnamitas y soviéticos (¡en este caso al lado de los muyahidines que
posteriormente crearían el Estado Islámico!), sino su mensaje outsider contra
el propio establishment norteamericano: en un sentido neoliberal, dice que el
problema es el gobierno, la propia administración. Menos sutil parece Amanecer rojo (John Milius, 1984), que
imagina una invasión a Estados Unidos de los rusos ayudados por tropas cubanas
y nicaragüenses (en aquél momento Estados Unidos apoyaba directamente a la contra sandinista). El mismo acento
latino, por cierto, tienen los malos
en Depredador (John McTiernan, 1987)
antes de que el bicho haga de las suyas. Algo parecido pasa en Invasión USA (Joseph Zito, 1985) con un
Chuck Norris todopoderoso como en Desaparecido
en combate (1984), del mismo director. Más interesante resulta Cobra, el brazo fuerte de la ley
(George Pan Cosmatos, 1986), una película que bien podrían copiar en España
para defender desde la Ley Mordaza a la pena de muerte si tuvieran algo de
ingenio: “El crimen es una plaga y yo soy
el remedio. Aquí es donde termina la ley y empiezo yo”. "No he quebrantado la ley. Yo soy la ley", dijo en Juez Dredd (Danny Cannon, 1995). Lo
mismo, pero con otras palabras, diría 30 años después en Los mercenarios 3 (Patrick Hughes,
2014): “Yo soy La Haya”. Una sincera
y honesta manera de justificar tanto el terrorismo de Estado como la ejecución
extrajudicial. Sin olvidarnos de la moralina y la propaganda antisoviética de Rocky IV (1985), podemos afirmar que Stallone es probablemente el personaje reaccionario de la época.
El fin de reaganismo en los 90
hizo posible que se colaran otros mensajes en las grandes películas de consumo
rápido. Habrá muchos que representen mejor esta época, pero yo he elegido a Jean-Claude Van Damme y seleccionado
algunos de sus grandes éxitos. Ya en 1992, en Soldado Universal (Roland Emmerich), se denuncian los excesos de
Vietnam, personificados en el propio malo.
En una escena, Van Damme le espeta a un alto cargo, contrario a los soldados
universales: “Para ti sería un desastre
que no mandáramos jóvenes americanos a morir en combate” (sin embargo, en la tercera parte de la saga lanzada en 2009 descubrimos que los separatistas islámicos chechenos son... ¡leninistas!). Un año más tarde,
protagoniza el remake del excelente western Raíces profundas, Sin escape (Robert Harmon), dando vida
a un héroe solitario y capaz de sacrificarse por los demás. La trama es bien
sencilla: unos empresarios quieren desahuciar de su casa a una mujer para poder
construir en la zona, y para ello no escatiman esfuerzos a la hora de utilizar
la violencia y la extorsión. Así se hizo rico Rubén Bartomeu en Crematorio, llevada a la televisión por
Sánchez-Cabezudo en 2011. También en 1993 se estrenó Blanco humano (John Woo), probablemente de las mejores de Van
Damme. En este caso se trata de un pobre diablo que, esta vez por necesidades
económicas, investiga el asesinato de un mendigo. Al final acaba convirtiéndose
en el cazador de los ricos que se entretienen en hacer monterías de mendigos
para pasar el rato. El jefe de los ricos, en el combate final, le pregunta qué
le puede llevar hasta el punto de dar su vida por acabar con ellos, teniendo en
cuenta que no han matado a ningún familiar suyo, a lo que Van Damme responde: “Los pobres también se aburren”.
La película más sugerente
llegaría un año después: Timecop,
policía en el tiempo (Peter Hyams, 1994). En un mundo futuro se puede
viajar al pasado, aunque existe una policía encargada de que ello no ocurra, ya
que supondría una alteración no deseable de la historia. Sin embargo, un
senador de extrema derecha, la típica persona más lista que tú, viaja al pasado
para conseguir dinero y financiar su campaña hacia la Presidencia de Estados
Unidos. Más allá de una persona sin escrúpulos, se trata de un tipo que quiere
construir un muro en México y que dice exactamente lo siguiente: “Quiero gobernar para que el 10% más rico
sea más rico y el 90% se pueda ir a México”. Muchos millones de dólares,
autoritarismo, racismo y clasismo. ¿A alguien le suena Donald Trump? En una
época permanentemente electoral como la que vivimos en España, no podemos pasar
por alto un diálogo del presidenciable, que parece saber algo del tema: “Las elecciones se ganan en televisión. No
hace falta la prensa, ni el apoyo, ni la verdad. Hace falta dinero”.
Ese mismo año, Van Damme sería el
coronel Guile en la adaptación al cine del videojuego Street Figther, la última batalla (Steven E. de Souza), fallida
tanto en la adaptación como en el ejercicio de propaganda americana, marcando
la fecha del inicio del declive de un mito. El final de los noventa y la década
del 2000 borraron a Van Damme del mapa, aunque intentara resurgir a lo San
Lázaro como héroe solitario contra las injusticias estos últimos años.
Sin embargo, los noventa nos dejarían
otras joyas de distinta factura. Eraser,
eliminador (Chuck Russel, 1996), protagonizada nada más y nada menos que
por Schwarzenegger, irrumpiría contra la perversa alianza entre la élite
política y la armamentística. Cuando el alguacil DeGuerin es arrestado y
acusado de tráfico de armas con terroristas, la prensa le pregunta: “¿Admite su traición?”, a lo que él
responde con autoridad: “Admito mi
patriotismo”. Confundir tus espurios intereses personales con los de la
patria: cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
Ese mismo año se estrenaría Independence Day (Roland Emmerich), un
ejercicio de propaganda americana tan banal como efectivo, que junto a Air Force One (Wolfgang Petersen, 1997)
y Armageddon (Michael Bay, 1998),
son el ejemplo paradigmático de qué debe ser un líder político en tiempos de lo
que se dio por llamar “americanización”. La personificación de unos valores, un
programa y un proyecto, desplazados estos por las cualidades taumatúrgicas de
un líder que quizá no tenga que matar él a los terrorista con sus propias
manos, pero si es grabado subiendo unas escaleras con desgana y encorvado,
jamás ganará unas elecciones.
Caeríamos en un error si subestimáramos
la capacidad “socializadora” (hegemónica) del cine de consumo rápido, el cine
de entretenimiento y aparentemente neutral: no existe nada más ideológico que
lo que dice o parece no tener ideología. También caeríamos en un error si
despreciáramos el cine de masas por el mero hecho de ser consumido por “la
plebe” que, como piensan algunos, ni tienen idea ni merecen nada más
sofisticado. En el desprecio a lo popular por el mero hecho de serlo, no solo
hay aires de superioridad, sino algo peor: el clasismo elitista propio de
pijos, ahora llamados hípsters.
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