Perry Anderson
popularizó las particularidades de un marxismo occidental que otorgaba una
importancia mayor a las cuestiones superestructurales y al momento de la
subjetividad. Por cuestiones de tiempo y espacio, Marx y Engels dedicaron casi
todo su trabajo a estudiar las cuestiones relacionadas con la infraestructura
económica, lo que permitió que sus alumnos desarrollaran una visión tosca y
determinista que no atendía a cuestiones como la ideología o la cultura. Aunque
la Revolución Rusa era precisamente una revolución «contra El Capital» y
rompía los esquemas deterministas del marxismo ortodoxo, no se extrajeron las
conclusiones más útiles al creer que dicho proceso podría exportarse en
sociedades radicalmente distintas. Fruto de las distintas derrotas que se
produjeron tras el octubre bolchevique y en una constante pugna contra el
determinismo, la obra gramsciana se erigió como el máximo exponente del
denominado marxismo occidental
Lo que para el
historiador inglés fue una distinción principalmente analítica se convirtió a
posteriori en la coartada para presentar un marxismo oriental, con el
bolchevismo como paradigma, relacionado con el asalto y la coerción, y un
marxismo occidental, con Gramsci a la cabeza, relacionado con la hegemonía y el
consentimiento. Si bien es cierto que esta distinción no es completamente
errónea, es incapaz de hacer un análisis profundo y está impregnada de un
cierto determinismo. Se utilizó para contraponer a un Lenin desfasado y un
Gramsci amable con tendencias socialdemócratas. Una contraposición artificial
que no sólo oculta la admiración de Gramsci por Lenin, sino –y más importante–
el vínculo y el desarrollo de la obra leninista realizada por el sardo en un
contexto diferente al de una Rusia semifeudal.
Gramsci hace un
análisis profundo de las sociedades con un capitalismo desarrollado en las que
el Estado no es sólo una máquina de coerción que garantiza la administración de
los negocios comunes de la clase dominante. Enriquece la definición añadiendo a
la sociedad civil como el conjunto de espacios en los que se reproduce
ideología, que ya no es sólo falsa conciencia sino una visión del mundo, un
esquema de valores, un sentido común. En las sociedades desarrolladas no sólo
–ni principalmente– se gobierna mediante la coerción, sino a través del
consenso. Gramsci toma la incipiente definición de hegemonía desarrollada por
Lenin (le reconoce como el principal teórico de la hegemonía y ésta como su
gran aportación) y la amplía de la habilidad para estrechar alianzas a la capacidad
para dotar éstas de un proyecto ideológico y ético-cultural común.
El mismo Lenin
reconoce a tan sólo un año de la victoria bolchevique que la exportación
mecánica de la guerra de maniobras sería un suicidio político en sociedades
donde las clases trabajadoras han desarrollado una cultura política
democrática. Este reconocimiento se plasma, según Gramsci, en la estrategia del
frente único adoptada por la Internacional. El italiano desarrolla la estrategia
de la guerra de posiciones, más trabajosa a largo plazo. Del choque frontal
había que pasar a la ocupación de casamatas y fortalezas, a la construcción de
trincheras en la sociedad civil. A la construcción, en definitiva, de una
visión del mundo autónoma, dando la lucha ideológica por la hegemonía en todos los
espacios en los que la política esté presente. Aunque el dirigente sardo pone
especial atención a los procesos superestructurales no desliga el concepto de
hegemonía de la economía, pues ésta debe ser también económica para que sea
real, profunda y efectiva. De hecho, un programa económico es en última
instancia la mejor expresión del proyecto de reforma moral e intelectual.
Aunque Gramsci
rellena huecos hasta entonces vacíos, no rompe con el leninismo sino que parte
de su análisis concreto de la realidad concreta y establece el reconocimiento
nacional exhaustivo como conditio sine qua non para el éxito revolucionario. No
existen fórmulas mágicas ni estrategias exportables de manera mecánica. Cada
contexto necesita un análisis propio y, partiendo de éste, una estrategia
propia. A pesar del lenguaje beligerante hasta el insulto y de la pugna
dialéctica constante que impidieron en ocasiones mayor finura en sus textos,
Lenin se convierte en el Presidente del primer país socialista de la historia
no por la grandilocuencia de sus afirmaciones sino por su capacidad analítica y
estratégica. Si no se hubiera desmarcado del reformismo determinista (la
posición ortodoxa del momento) no habría dirigido al proletariado ruso en su
emancipación, le habría regañado por su impertinencia al no respetar la
inmadurez del desarrollo de las fuerzas productivas y de las condiciones
objetivas.
El Lenin
inteligente y dialéctico, imposible de entender mediante citas, es el que
Gramsci recoge y desarrolla hasta el punto de convertirse en su alumno más
brillante. A pesar de lo que pudiera parecer a simple vista, el hecho de que el
italiano desarrollara conceptos ya estudiados, innovara partiendo de ellos y
pusiera mayor énfasis en otras cuestiones, es lo que precisamente une a ambos
dirigentes. De la misma manera, lo que lo unía a Marx era la afirmación de que
éste no era un pastor con báculo que dejó una ristra de recetas indiscutibles y
fuera de las categorías del tiempo y del espacio. De todo se debe dudar. Y más
de la supuesta capacidad taumatúrgica que se esconde detrás de los epítetos en
política. No se puede ser leninista sin ser gramsciano.
P. S. Gramsci
entiende que la tarea más importante del Partido como intelectual colectivo es la
construcción de una visión del mundo propia, pues la política, en realidad, es
una lucha permanente por la hegemonía. El Partido no es sólo una organización
jurídica-administrativa sino todo el bloque social del que forma parte y aspira
a dirigir. Si un Partido no entiende su propia magnitud caerá, conscientemente
o no, en posiciones sectarias.
No hay comentarios :
Publicar un comentario
Comentar