sábado, 10 de junio de 2017

Gramsci y el leninismo hoy


Perry Anderson popularizó las particularidades de un marxismo occidental que otorgaba una importancia mayor a las cuestiones superestructurales y al momento de la subjetividad. Por cuestiones de tiempo y espacio, Marx y Engels dedicaron casi todo su trabajo a estudiar las cuestiones relacionadas con la infraestructura económica, lo que permitió que sus alumnos desarrollaran una visión tosca y determinista que no atendía a cuestiones como la ideología o la cultura. Aunque la Revolución Rusa era precisamente una revolución «contra El Capital» y rompía los esquemas deterministas del marxismo ortodoxo, no se extrajeron las conclusiones más útiles al creer que dicho proceso podría exportarse en sociedades radicalmente distintas. Fruto de las distintas derrotas que se produjeron tras el octubre bolchevique y en una constante pugna contra el determinismo, la obra gramsciana se erigió como el máximo exponente del denominado marxismo occidental

Lo que para el historiador inglés fue una distinción principalmente analítica se convirtió a posteriori en la coartada para presentar un marxismo oriental, con el bolchevismo como paradigma, relacionado con el asalto y la coerción, y un marxismo occidental, con Gramsci a la cabeza, relacionado con la hegemonía y el consentimiento. Si bien es cierto que esta distinción no es completamente errónea, es incapaz de hacer un análisis profundo y está impregnada de un cierto determinismo. Se utilizó para contraponer a un Lenin desfasado y un Gramsci amable con tendencias socialdemócratas. Una contraposición artificial que no sólo oculta la admiración de Gramsci por Lenin, sino –y más importante– el vínculo y el desarrollo de la obra leninista realizada por el sardo en un contexto diferente al de una Rusia semifeudal.

Gramsci hace un análisis profundo de las sociedades con un capitalismo desarrollado en las que el Estado no es sólo una máquina de coerción que garantiza la administración de los negocios comunes de la clase dominante. Enriquece la definición añadiendo a la sociedad civil como el conjunto de espacios en los que se reproduce ideología, que ya no es sólo falsa conciencia sino una visión del mundo, un esquema de valores, un sentido común. En las sociedades desarrolladas no sólo –ni principalmente– se gobierna mediante la coerción, sino a través del consenso. Gramsci toma la incipiente definición de hegemonía desarrollada por Lenin (le reconoce como el principal teórico de la hegemonía y ésta como su gran aportación) y la amplía de la habilidad para estrechar alianzas a la capacidad para dotar éstas de un proyecto ideológico y ético-cultural común.

El mismo Lenin reconoce a tan sólo un año de la victoria bolchevique que la exportación mecánica de la guerra de maniobras sería un suicidio político en sociedades donde las clases trabajadoras han desarrollado una cultura política democrática. Este reconocimiento se plasma, según Gramsci, en la estrategia del frente único adoptada por la Internacional. El italiano desarrolla la estrategia de la guerra de posiciones, más trabajosa a largo plazo. Del choque frontal había que pasar a la ocupación de casamatas y fortalezas, a la construcción de trincheras en la sociedad civil. A la construcción, en definitiva, de una visión del mundo autónoma, dando la lucha ideológica por la hegemonía en todos los espacios en los que la política esté presente. Aunque el dirigente sardo pone especial atención a los procesos superestructurales no desliga el concepto de hegemonía de la economía, pues ésta debe ser también económica para que sea real, profunda y efectiva. De hecho, un programa económico es en última instancia la mejor expresión del proyecto de reforma moral e intelectual.

Aunque Gramsci rellena huecos hasta entonces vacíos, no rompe con el leninismo sino que parte de su análisis concreto de la realidad concreta y establece el reconocimiento nacional exhaustivo como conditio sine qua non para el éxito revolucionario. No existen fórmulas mágicas ni estrategias exportables de manera mecánica. Cada contexto necesita un análisis propio y, partiendo de éste, una estrategia propia. A pesar del lenguaje beligerante hasta el insulto y de la pugna dialéctica constante que impidieron en ocasiones mayor finura en sus textos, Lenin se convierte en el Presidente del primer país socialista de la historia no por la grandilocuencia de sus afirmaciones sino por su capacidad analítica y estratégica. Si no se hubiera desmarcado del reformismo determinista (la posición ortodoxa del momento) no habría dirigido al proletariado ruso en su emancipación, le habría regañado por su impertinencia al no respetar la inmadurez del desarrollo de las fuerzas productivas y de las condiciones objetivas.

El Lenin inteligente y dialéctico, imposible de entender mediante citas, es el que Gramsci recoge y desarrolla hasta el punto de convertirse en su alumno más brillante. A pesar de lo que pudiera parecer a simple vista, el hecho de que el italiano desarrollara conceptos ya estudiados, innovara partiendo de ellos y pusiera mayor énfasis en otras cuestiones, es lo que precisamente une a ambos dirigentes. De la misma manera, lo que lo unía a Marx era la afirmación de que éste no era un pastor con báculo que dejó una ristra de recetas indiscutibles y fuera de las categorías del tiempo y del espacio. De todo se debe dudar. Y más de la supuesta capacidad taumatúrgica que se esconde detrás de los epítetos en política. No se puede ser leninista sin ser gramsciano.


P. S. Gramsci entiende que la tarea más importante del Partido como intelectual colectivo es la construcción de una visión del mundo propia, pues la política, en realidad, es una lucha permanente por la hegemonía. El Partido no es sólo una organización jurídica-administrativa sino todo el bloque social del que forma parte y aspira a dirigir. Si un Partido no entiende su propia magnitud caerá, conscientemente o no, en posiciones sectarias.  

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