lunes, 18 de diciembre de 2017

La Constitución del 78 ya no existe: por un Proceso Constituyente desde abajo

Artículo publicado el 11 de noviembre de 2017 en:

http://www.elindependientedegranada.es/politica/constitucion-78-ya-no-existe-proceso-constituyente-abajo

Las redes sociales recogieron con indignación lo que identificaron como una nueva aplicación, en otro ámbito, del artículo 155: la noticia de la intervención del Ayuntamiento de Madrid. Sin embargo, y asumiendo que el mensaje que se manda es similar, estamos ante una rigurosa aplicación del artículo 135. No es cualquier cosa. Si fuéramos capaces de resistir a un ajetreo mediático siempre subordinado al interés inmediato podríamos elevar la mirada y ver el bosque en su plenitud. Conforme gana terreno la retórica constitucionalista más se evidencia por la vía de los hechos que la Constitución ha muerto. Para ser más exactos, la han matado. Y no han sido las clases populares empobrecidas por la crisis en un arrebato revolucionario sino la oligarquía económica y las élites políticas que, paradójicamente, más cómodas se sienten parapetándose detrás de la Constitución e imponiendo el marco jurídico en los debates sobre la crisis de Estado. Ante esta realidad caben principalmente tres opciones: 1)sumarnos a la reforma dirigida desde arriba hacía un Estado centralista y autoritario en marcha desde hace años; 2) añorar un escenario precrisis que no volverá, quedándonos en la mera denuncia o; 3) apostar por un Proceso Constituyente que asuma las tareas históricas de España en clave popular y democrática.

Los orígenes de la ruptura del pacto social

El Tratado de Maastricht materializó «el fin de las ideologías»: en el momento en el que desapareció cualquier tipo de alternativa ya no era necesaria la integración de determinadas capas sociales, en tanto en cuanto el peligro de la revolución –por inofensivo que fuera– se desvaneció. Maastricht fue una cesión de soberanía y sentó las bases para una Unión Europea de dos velocidades desvalijando el tejido productivo de los países del sur. En 1996 Julio Anguita denunció la ruptura del pacto social recogido en la Constitución: eran la oligarquía económica y el bipartidismo servil quienes incumplían la legalidad, la Constitución, el Estado social, democrático y de derecho. Eran ellos los que incumplían lo que se definía de una manera un tanto simplista como «legalidad burguesa» (como si en ella no se recogieran conquistas del movimiento obrero). Un año más tarde, el 14 de enero de 1997 para ser más exactos, Anguita escribió en un artículo para El Mundo titulado Autistas: «Maastricht, sus Criterios de Convergencia y el Pacto de Estabilidad no son sino un gigantesco acto de planificación burocrática en el que como hecho incuestionable y vertebrador de la Unión Europea aparece la constitucionalización del déficit».

El proceso «deconstituyente»

En mayo de 2010 Zapatero obedece la orden de Trichet, por entonces Presidente del Banco Central Europeo, y aprueba el mayor recorte social desde 1978. Un año más tarde se «constitucionaliza el déficit» a través del artículo 135 y España queda, de facto, intervenida por la Troika. La Constitución formal, hoy en primera plana, queda insultantemente disuelta por la Constitución material representada por el poder real que dirige el país: el capital financiero internacional, el Banco Central Europeo, los bancos alemanes y, luego, las élites económicas españolas que gobiernan al Gobierno. Más que para una protesta tan legítima como previsible, este recorrido puede servir para afinar el análisis y situar más correctamente el actual debate.

Desde 2010, mientras debatíamos si reclamar la vuelta al pacto social roto o apostar por un proceso constituyente, los poderes fácticos y el bipartidismo iniciaban su particular proceso «deconstituyente». Eran plenamente conscientes de que ya estábamos en un nuevo escenario y no se volvería atrás: iniciaron un proceso de cambio por arriba. El 15M fue una respuesta popular y la evidencia de que estábamos en un auténtico momento de excepción. Mientras nosotros estábamos pensando en el color de las paredes, la casa ya no estaba ahí. Pero esa es ya otra historia.
La crisis de régimen

La Transición fue exitosa en tanto en cuanto logró afianzar una serie de consensos que permitieron la estabilidad del régimen durante casi cuatro décadas. La monarquía, el bipartidismo, la esperanza de ascenso social de las llamadas clases medias, la integración de las burguesías vasca y catalana… No de manera mecánica o determinista, pero la crisis abrió una brecha sin la cual no se pueden entender ni los cinco millones de votos a Unidos Podemos ni la ruptura del modelo territorial. Quienes gobernaban ya no podían gobernar como antes y quienes eran gobernados no querían ser gobernados como antes.
Durante todo el ciclo de crisis la pugna real ha sido y sigue siendo entre restauración y ruptura democrática. Restauración no para volver a una situación precrisis sino para dirigir una salida que cargue sobre las espaldas de las clases populares los costes de una crisis que no han provocado ellas y evitar cualquier avance democrático. Salvo que seamos capaces de redirigir la «cuestión territorial» en otros parámetros, ésta puede ser la coartada idónea para un cierre por arriba del bloque monárquico-restaurador que –esto es seguro– iría más allá de la cuestión territorial: amenaza permanente del 155 y del 135, reabsorción en clave centralista de las competencias autonómicas, ley electoral con efectos mayoritarios, blindaje de las políticas económicas de rescate del sector financiero…

Nostalgia o Proceso Constituyente

Las constituciones son el resultado de una correlación de fuerzas concreta e histórica. En la Transición, la oposición democrática renunció a casi todo a cambio de un pacto social que garantizara, aún con innumerables limitaciones, la integración lo más amplia posible de los sectores populares. Esa correlación de fuerzas –o de debilidades– desde el inicio de la crisis es distinta. Pedir una especie de regreso a un escenario precrisis es como pedir el derecho de autodeterminación en abstracto: todos los derechos sociales y democráticos aparte de ser el resultado de una correlación de fuerzas determinada se ejercen en contextos históricos concretos. Si nos quedamos en el simple lamento de la ruptura del pacto social quedaremos paralizados, incapaces de dar respuestas.
El Proceso Constituyente es una apuesta seria, justa y necesaria. Es el resultado de un análisis riguroso y de una estrategia valiente: llevar la política de las instituciones a los barrios populares y hacer partícipe al pueblo de su propio destino. Precisamente por esto, debemos desarrollarla de manera cuidadosamente pedagógica. Debe ser lo contrario de una propuesta maximalista, es decir de una propuesta fruto de la desesperación política (ante la guerra de banderas, por ejemplo). Para ello debemos romper el marco jurídico-constitucionalista en el que el bloque monárquico-restaurador se siente especialmente cómodo situando al «bloque del cambio» en el campo independentista o, de forma más general, en el campo amenazante del statu quo constitucional. Expliquemos que han sido ellos quienes se han cargado la Constitución y los consensos que de ésta derivaban, no para quedarnos en una inocente defensa de una Constitución que ya no existe, sino para legitimar un Proceso Constituyente que debe basarse en amplias alianzas sociales y políticas.

Tengamos en cuenta esta advertencia de Togliatti, ponente de la avanzada Constitución italiana de 1948, en plena Asamblea Constituyente (Sesión LVIII, 11 de marzo de 1947): «¿Por qué hacemos una Constitución nueva? Sólo si podemos dar a los interrogantes que se plantean en este momento, no sólo a nosotros, sino a todo el pueblo, una respuesta exacta y concreta, sólo entonces conseguiremos dar una orientación justa a las soluciones de orden constitucional, como a los que se refieren a las particulares y concretas cuestiones que encontraremos en el transcurso de la discusión de todo el proyecto». Apostar por el Proceso Constituyente es impugnar el tablero político actual: no queremos que las élites enfrenten a pueblos distintos con similares necesidades económicas y sociales, pero tampoco queremos delegar nuestro destino en la capacidad más o menos dialogante de esas mismas élites.

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