Desde hace prácticamente unos días -los más precoces unas semanas-, vivimos un ambiente fiestero de celebración, entre lucecitas, villancicos y demás simbología arcaica vanideña, que diga navideña.
No pertenezco a los antitodo que durante estas señaladas fechas petarán las páginas de contraninformación y sus respectivos blogs señalando cuan hipócrita, consumista y patética puede resultar la fiesta de la navidad. Lo cierto es que motivos no les faltan, pero...
A mí me gustaría afrontar estas fiestas de origen, digamos difuso, con un poco más de imaginación que las anteriores. La navidad, aparte de ser esa orgía publicitaria-consumista, es una de las pocas épocas del año en la que podemos reuinirnos con familiares y amigos, por ejemplo. No obstante, dejo aquí una peculir anécdota de la que fui testigo y la cual considero muy representativa...
Acabé y salí agotado de la facultad tras una agotadora clase de política impartida desde una perspectiva liberal. Como tengo el tobillo derecho todavía convaleciente de un esguince de grado dos, tuve que pillar el autobús de línea para ahorrarme unos cuarenta minutos andando.
El autobús estaba como siempre: conducido por un conductor aparentemente gruñón -cuya huelga encubierta no parece dar frutos- y repleto de caras largas que reflejaban el cansancio de una jornada laboral.
Sólo dos peculiaridades: las típicas señoras mayores que se creen en posesión del pasillo del autobús y que la falta de respeto de los jóvenes hacia ellas sólo se puede reparar de mala manera. Mientras intentaba avanzar y así dejar de ser testigo de esta primera peculiaridad, fui testigo de otra: entre achuchón y achuchón quedé en la zona intermedia del autobús, justo enfrente de toda una familia o al menos en parte; un padre, una madre y un niño de unos tres o cuatro años. Prejuzgando y guiándome por las pintas se trataba inequívocamente de una familia de bien, burguesa: buena y bonita ropa, colonias, gomina y sonrisas de plástico.
Justo en el exhaustivo análisis estético el conductor gruñón de la huelga encubierta daba un frenazo. Al menos estaba vez se trataba de un frenazo necesario para evitar saltarse un semáforo, así que nadie pagó con él los malos tratos del jefe.
Entre el semáforo y el posterior atasco propio de una ciudad cortada por las obras, se produjo la entrañable y enternecedora escena. Se escuchó un efusivo "¡mira, mira!" de la madre supuestamente burguesa al niño chico que, muy rápidamente, recuperaba la sonrisa, aplaudía y respondía entre balbuceos "¡un rey mago!". Inmediatamente entró a formar parte del espectáculo el padre engominado: "¡Sí, sí! ¡Es Baltasar!". La escena ganaba en protagonismo cuando se desató la locura en el joven cuerpo del niño, que aplaudía y pataleaba contento con ver a un rey mago, llamando así la atención en el resto de pasajeros, sobre todo en las señoras mayores.
El rey mago, que se acercaba a todos los coches parados del atasco en el cual también estábamos nosotros, poco a poco y en un giro inesperado se acercó al coche lindante del lateral del autobús en el que estábamos la alegre familia y yo. Tal era la espectación que Baltasar se percató, levantó la cabeza de la ventanilla del coche lindante y miró para nosotros y especialmente para el niño.
De repente el niño se percató de algo y cambió radicalmente ese semblante risueño que encandiló a medio autobús: el rey Baltasar era un famélico indigente que se dedicaba a vender clinex en los atascos, con una barba postiza y una deteriorada corona de plástico.
Alguien, como por ejemplo la realidad, tarde o temprano le deberá contar al niño que el espectáculo superficial de la navidad consiste básicamente en un teatro producido por los pobres, y que como el teatro del siglo pasado, sólo está a manos de los ricos.
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