En La tierra tiembla (1948), película del maestro italiano Luchino
Visconti, los pescadores que, unidos, luchan contra los abusos de los mayoristas, dejan un valioso fotograma
en la retina de quienes la están viendo subtitulada: «Desde
entonces, ¡el pueblo entero se ha hecho comunista!».
Algo parecido retumba desde el pasado 24M a raíz de los resultados electorales
en algunas plazas importantes del país, gracias a la resurrección de los
nacional-católicos que reclaman un “Madrid de centro” pero también a la (bienvenida)
sorpresa de quienes ya habían entregado la cuchara.
Ganamos en Barcelona, y en Madrid
faltó poco pero conseguimos dar el primer e imprescindible paso de cara a la
construcción del cambio: sorpasso a un PSOE que, no lo olvidemos, sigue siendo (dicho
sin acritud ni pasión) el principal sostén del régimen del 78. Qué sorpresa.
Qué ha pasado. A los votantes se les ha ido la cabeza. Se han vuelto
comunistas.
Lo que el 24M ha puesto de
manifiesto es que ni los gobernantes pueden gobernar como antes ni los
gobernados quieren ser gobernados como antes. Se rompieron los consensos y los
viejos esquemas de normalidad quedaron, en un momento de excepción, en
folclore. Se abrieron grietas en el sentido común, que es siempre la visión del
mundo de la clase dominante. Esto permitió que se constituyera una mayoría
social que, sin tener un arraigo ideológico fuerte, tenía sensibilidad
constituyente, ganas de cambio. Este escenario, inaugurado por el 15M dejaba dos opciones: seguir apostando por el
votante clásico de izquierdas o apostar por esa mayoría que, sin ser de izquierdas, compartía objetivamente
nuestros intereses de clase.
Ese “momento 15M” unos años más
tarde pasó a ser “momento Podemos”, ya que consiguió representar ese
desbordamiento (por méritos propios, deméritos ajenos y, sobre todo, por una
realidad concreta). No obstante, el 24M también puso de manifiesto que Podemos
solo no puede y que estamos en un nuevo escenario como resultado de un nuevo
desbordamiento del anterior momento. Ese desbordamiento se llama Ahora Madrid,
Barcelona en Comú o Marea Atlántica. Tanto es así que si analizamos cada candidatura
nos daremos cuenta rápidamente de que el protagonismo de Podemos en ninguna es mayoritario.
Si quedara alguna duda, bastaría comparar los resultados de las elecciones
autonómicas con los resultados de las elecciones municipales donde hubiera
candidaturas unitarias.
Esto nos lleva a un nuevo “momento
Unidad Popular”. La Unidad Popular es la única herramienta política capaz de
recoger la sensibilidad constituyente de esa mayoría social que, aún sin
arraigo ideológico fuerte, pide cambio. Llegados a este punto, podemos llenar
algo de contenido las que con toda seguridad serán las dos expresiones más
repetidas estos meses: Unidad Popular y cambio.
La primera, más que una
organización, o una suma de organizaciones, o un programa minuciosamente
elaborado letra a letra, debe ser un movimiento real que, siempre en la praxis,
desborde todos los esquemas, todas las pizarras. Imaginemos un grupo de distintas
gentes con distintas tradiciones ideológicas marchando juntas (con el apoyo de
una imprescindible mayoría silenciosa) en torno a un lema simple (Pan, trabajo
y techo, por ejemplo), al mismo tiempo que los dirigentes de los partidos populares están reunidos en sus
respectivas sedes convenciéndose de que no modificarán su hoja de ruta de cara
a las generales o de que perder las siglas es perder la identidad-dignidad. Eso
es la Unidad Popular: un movimiento desde abajo de desborde que, luego, en
última instancia, sin más remedio, pasa al terreno burocrático en forma de
lista electoral unitaria.
Lo segundo es un proceso
dialéctico de cambiar lo que debe ser cambiado que, necesariamente, desembocará
en un proceso constituyente en forma de ruptura democrática con el decadente
régimen del 78. Hay tanto por hacer en lo inmediato que soltar una retahíla de
proposiciones teóricas sería absurdo. Baste con decir una: democracia
económica, que es una manera simpática de decir intervención, planificación y
nacionalización de sectores estratégicos.
Queda un pedregoso camino por recorrer,
pero lo contrario sería apuntalar el proceso de revolución pasiva que se inició
paralelamente con la apertura de las grietas de oportunidad; un cambio de
actores, pero no de escenario, que acarrearía consigo un proceso de cooptación
por parte de la institucionalidad y la cultura de la derrota (¿o acaso el
objetivo es un 15% e investir al PSOE allá donde toque?). No olvidemos que la lucha más importante, de fondo, soterrada, es entre restauración y ruptura. La historia en
general y la nuestra en particular está llena de gente que, con buena intención,
llegó comiéndose los lagartos crudos y acabó gestionando miserias: salvo el
poder, todo es ilusión; el nuestro, el Poder Popular que devendrá de la Unidad
Popular.
En realidad es más fácil que
todos los discursos y los tecnicismos del argot político. La gente entiende. En
la misma película que cité al principio del maestro italiano Luchino Visconti, un
pescador, harto, exclama: «¡Tenemos que unirnos contra esos chupasangres!».
Se trata de unir a los que
todavía no son, pero para eso debemos
unirnos primero los que ya somos.
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