«A
la gente que te hace ganar dinero no se la mata, se la compra.»
Vivimos la época dorada de las
series. Al habitual tirón norteamericano, principalmente a través de la HBO, se
sumó la BBC británica y un cierto salto de calidad en prácticamente todos los
países europeos. Italia, que asombró al mundo entero con el neorrealismo de
posguerra, parece que empieza a resurgir; no iba a ser menos. A Roma criminal (2008) se suman Gomorra (2014) y Mille novecento noventadue (2015) para poner no solo a los
italianos, sino a todos los europeos, frente el espejo.
Son muchos los que han hecho la injusta pero previsible comparación de Gomorra con The wire (2002). No tienen mucho que ver, pero tienen algo en común: en ambas se ve cómo la mafia, igual que la corrupción, no es solo el fruto de un conjunto de personas con actitudes inmorales y violentas. Lo que hace de The wire una serie única es precisamente esa amplitud de miras que nos obliga a seguir el rastro de la droga. Algo parecido nos dijo antes Pietro Germi en En nombre de la ley (1949): el joven e idealista juez que llega al pueblo a combatir la mafia se da cuenta de que no es solo un grupo de pistoleros, sino todo un entramado del que forma parte mucha gente, desde la institucionalidad corrupta hasta la vecinos colaboradores.
Gomorra es la otra cara de la magnífica serie española Crematorio (2011), en el centro de ambas: el poder. La primera desarrolla la parte más visceral y visible: la violencia y la extorsión. La segunda, en cambio, se centra en la parte elegante e institucional: los negocios. Crematorio, que representa perfectamente cómo la corrupción es una alianza entre el poder económico y político para que manden quienes no se presentan a las elecciones, deja una escena brillante. El constructor le dice al político: «No podemos depender de las urnas, hay que estar por encima de eso. Hay que permanecer venga quien venga». Gomorra, deja una perla en el mismo sentido. Un miembro de los Savastano viaja a Barcelona para verse con los Conte. Por el camino, desde la carretera, se ve una panorámica de grúas, obras y enormes edificios. El de los Conte le dice al Savastano: «Un trozo de lo que ves es nuestro».
Pero si hay algo que Gomorra manifiesta con crudeza es cómo todas las balas que se escapan acaban, por error, en cualquier pobre diablo del barracón. Esto no es El padrino, no hay glamour: hay jóvenes de extrarradio sin el graduado conduciendo scooters y sin futuro alguno. La pobreza, la miseria y algo tan cotidiano como el paro, forman el caldo de cultivo para la delincuencia. Se trata de gente fuera del sistema. Un territorio donde el Estado no llega. Alberto Rodríguez, director de la maravillosa La isla mínima (2014), lo trató primero con 7 vírgenes (2005) y luego golpeó con Grupo 7 (2012), enseñándonos la otra cara de la Expo 92, de los Juegos Olímpicos y de la “europeización”, que conllevó la reconversión industrial y el empobrecimiento de los barrios populares. Consecuencias de la desindustrialización y el posfordismo: «En este país antes construíamos cosas, las hacíamos», se lamentaba Frank Sobotka, principal protagonista de la segunda temporada de The wire.
La contradicción centro-periferia siempre está presente. Si los distintos gobiernos no quieren o no pueden combatir la mafia o la delincuencia en sitios dejados de la mano de Dios, es principalmente porque para ello habría que ir a la raíz del problema: las condiciones económicas y materiales de existencia.
De manera nada sutil, Gomorra nos dice que la política puede ser una mera institucionalización de una rama de la mafia. Tiene sentido si la única regla es la maximización del beneficio: la pela no está en las esquinas sino en las adjudicaciones de obras. Es la evolución natural. Se ve en Manos sobre la ciudad (1963) de Francesco Rosi, con una Democracia Cristiana totalmente untada. Una Democracia Cristiana, por cierto, que no dudó en utilizar a la mafia en su estrategia de la tensión para, con la OTAN, desactivar el PCI, que fue el principal perjudicado por la escalada de violencia desatada hasta la ejecución de Aldo Moro. El año pasado el director de Los cien pasos (2000) estrenó Piazza Fontana: the italian conspiracy, sumergiéndose en las cloacas del Estado de manera casi documental.
Gomorra también ofrece un recital de contradicciones propias de casi todos los colectivos humanos, rescatando a Maquiavelo y a Sun Tzu con El arte de la guerra bajo el brazo. La evolución de los personajes, especialmente la de Genny y el astuto Ciro, acompaña perfectamente las ambiciones, las triquiñuelas y las alianzas dialécticas tanto internas como externas. “La guerra no la vence el más fuerte, sino el que mejor sabe esperar”, afirma un veterano capo con sabiduría. Sí, pero no solo. La guerra la gana quien más inteligentemente entiende que el poder es una correlación de fuerzas; quien sabe diferenciar entre táctica y estrategia; quien sabe que el enemigo de mi enemigo puede ser, eventualmente, mi amigo. No hay moral. No hay amistad. No hay remordimientos. El que flaquea, pierde y, en este caso, muere. Gomorra es una representación casi perfecta del funcionamiento del poder.
He leído varias veces que la música es quizá el punto más flaco. No lo creo, la combinación de los distintos estilos le dan un toque popular y realista: algo de pop comercial, reggaetón bailable y rap. Pues lo que se escucha: en el cine quinqui, Bordon 4 y Los Chichos. También se dice que el guion y algunas actuaciones son flojas. Yo creo que el conjunto de actores poco conocidos funciona (destacando a Ciro –cualquiera le mantendría la mirada– y la familia Savastano) y el guion, sin grandilocuencias, encaja a la perfección. Insistimos: no hay glamour, hay el realismo y la crudeza de las entrañas de la camorra. Una realidad que está ahí, no solo gracias a la ausencia de escrúpulos de sus miembros; también gracias a un sistema económico que genera desigualdades no solo entre clases sino entre territorios y a un conjunto de valores donde la ética de lo colectivo ha sido masacrada por el individualismo, el egoísmo y el materialismo. Rapeó Tote King: «Veo sobre todo ostentación… pero no es culpa de nadie, es supervivencia».
Son muchos los que han hecho la injusta pero previsible comparación de Gomorra con The wire (2002). No tienen mucho que ver, pero tienen algo en común: en ambas se ve cómo la mafia, igual que la corrupción, no es solo el fruto de un conjunto de personas con actitudes inmorales y violentas. Lo que hace de The wire una serie única es precisamente esa amplitud de miras que nos obliga a seguir el rastro de la droga. Algo parecido nos dijo antes Pietro Germi en En nombre de la ley (1949): el joven e idealista juez que llega al pueblo a combatir la mafia se da cuenta de que no es solo un grupo de pistoleros, sino todo un entramado del que forma parte mucha gente, desde la institucionalidad corrupta hasta la vecinos colaboradores.
Gomorra es la otra cara de la magnífica serie española Crematorio (2011), en el centro de ambas: el poder. La primera desarrolla la parte más visceral y visible: la violencia y la extorsión. La segunda, en cambio, se centra en la parte elegante e institucional: los negocios. Crematorio, que representa perfectamente cómo la corrupción es una alianza entre el poder económico y político para que manden quienes no se presentan a las elecciones, deja una escena brillante. El constructor le dice al político: «No podemos depender de las urnas, hay que estar por encima de eso. Hay que permanecer venga quien venga». Gomorra, deja una perla en el mismo sentido. Un miembro de los Savastano viaja a Barcelona para verse con los Conte. Por el camino, desde la carretera, se ve una panorámica de grúas, obras y enormes edificios. El de los Conte le dice al Savastano: «Un trozo de lo que ves es nuestro».
Pero si hay algo que Gomorra manifiesta con crudeza es cómo todas las balas que se escapan acaban, por error, en cualquier pobre diablo del barracón. Esto no es El padrino, no hay glamour: hay jóvenes de extrarradio sin el graduado conduciendo scooters y sin futuro alguno. La pobreza, la miseria y algo tan cotidiano como el paro, forman el caldo de cultivo para la delincuencia. Se trata de gente fuera del sistema. Un territorio donde el Estado no llega. Alberto Rodríguez, director de la maravillosa La isla mínima (2014), lo trató primero con 7 vírgenes (2005) y luego golpeó con Grupo 7 (2012), enseñándonos la otra cara de la Expo 92, de los Juegos Olímpicos y de la “europeización”, que conllevó la reconversión industrial y el empobrecimiento de los barrios populares. Consecuencias de la desindustrialización y el posfordismo: «En este país antes construíamos cosas, las hacíamos», se lamentaba Frank Sobotka, principal protagonista de la segunda temporada de The wire.
La contradicción centro-periferia siempre está presente. Si los distintos gobiernos no quieren o no pueden combatir la mafia o la delincuencia en sitios dejados de la mano de Dios, es principalmente porque para ello habría que ir a la raíz del problema: las condiciones económicas y materiales de existencia.
De manera nada sutil, Gomorra nos dice que la política puede ser una mera institucionalización de una rama de la mafia. Tiene sentido si la única regla es la maximización del beneficio: la pela no está en las esquinas sino en las adjudicaciones de obras. Es la evolución natural. Se ve en Manos sobre la ciudad (1963) de Francesco Rosi, con una Democracia Cristiana totalmente untada. Una Democracia Cristiana, por cierto, que no dudó en utilizar a la mafia en su estrategia de la tensión para, con la OTAN, desactivar el PCI, que fue el principal perjudicado por la escalada de violencia desatada hasta la ejecución de Aldo Moro. El año pasado el director de Los cien pasos (2000) estrenó Piazza Fontana: the italian conspiracy, sumergiéndose en las cloacas del Estado de manera casi documental.
Gomorra también ofrece un recital de contradicciones propias de casi todos los colectivos humanos, rescatando a Maquiavelo y a Sun Tzu con El arte de la guerra bajo el brazo. La evolución de los personajes, especialmente la de Genny y el astuto Ciro, acompaña perfectamente las ambiciones, las triquiñuelas y las alianzas dialécticas tanto internas como externas. “La guerra no la vence el más fuerte, sino el que mejor sabe esperar”, afirma un veterano capo con sabiduría. Sí, pero no solo. La guerra la gana quien más inteligentemente entiende que el poder es una correlación de fuerzas; quien sabe diferenciar entre táctica y estrategia; quien sabe que el enemigo de mi enemigo puede ser, eventualmente, mi amigo. No hay moral. No hay amistad. No hay remordimientos. El que flaquea, pierde y, en este caso, muere. Gomorra es una representación casi perfecta del funcionamiento del poder.
He leído varias veces que la música es quizá el punto más flaco. No lo creo, la combinación de los distintos estilos le dan un toque popular y realista: algo de pop comercial, reggaetón bailable y rap. Pues lo que se escucha: en el cine quinqui, Bordon 4 y Los Chichos. También se dice que el guion y algunas actuaciones son flojas. Yo creo que el conjunto de actores poco conocidos funciona (destacando a Ciro –cualquiera le mantendría la mirada– y la familia Savastano) y el guion, sin grandilocuencias, encaja a la perfección. Insistimos: no hay glamour, hay el realismo y la crudeza de las entrañas de la camorra. Una realidad que está ahí, no solo gracias a la ausencia de escrúpulos de sus miembros; también gracias a un sistema económico que genera desigualdades no solo entre clases sino entre territorios y a un conjunto de valores donde la ética de lo colectivo ha sido masacrada por el individualismo, el egoísmo y el materialismo. Rapeó Tote King: «Veo sobre todo ostentación… pero no es culpa de nadie, es supervivencia».
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